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Écheme el Cuento

ELIZABETH

ELIZABETH

Diré lo Siguiente:

Este cuento hace parte de un libro inédito

llamado "Historias de los Nombres, los

Hombres y las Mujeres".

Andor Graut insiste en publicar en este blog

historias un poco largas,

pero es buena, juzguenla ustedes.

  

           Agosto. Fuego y sudor. La Santa se halla aislada en una tienda de campaña. Nadie reconocería en su rostro algún rasgo familiar, nadie reconoció en ella jamás una hija o una hermana o una vecina o una amiga. La Santa sale de su tienda, contempla el valle que se abre gris ante sus pies. Una suave brisa refresca su cuerpo. La Santa es toda dureza, un extraño ángel sin edad que se yergue más allá del tiempo. La Santa sonríe sin volverse al reconocer los pasos que se dejan escuchar atrás suyo.

            Has cambiado dice la presencia.

           La Santa se estremece ante la voz. Se vuelve para encontrar a un hombre alto de rasgos enérgicos y sensuales semioculto en el juego de luces que causan el bosque y la noche. Le aterra el deseo que anida en ella. El hombre se acerca revelando el cabello rubio y los ojos pardos. La Santa se le acerca a su vez. Ahora es él quien se estremece.

            Bastaría sólo un llamado para que mis hombres destrozaran a este que se atreve a acercarse furtivo a su Santa piensa ella y luego sonríe. Se ha acostumbrado tanto al título que se representa a  sí misma con mayúscula.

             La Santa le da la espalda al hombre y se vuelve a su tienda de campaña y a su saco de dormir. El hombre entra tras ella se sienta en el suelo y cruza las piernas. La contempla con dulzura. Le acaricia el rostro. La Santa le deja hacer sin inmutarse a pesar del ascua que se enciende en su bajo vientre.

              Fue una emboscada que no me esperaba dice él después de un rato con su cultivada voz de barítono. Eras mía y él lo sabía.

               La Santa no dice nada.

              Sé que no recuerdas continúa él. Te ayudaré a recordar. No sé como has podido olvidar.

              No lo he hecho responde ella cortante. Jamás lo he hecho. Tampoco jamás he sido tuya. Nunca he pertenecido a nadie que no sea él.

              Ambos se miran por un momento sin atreverse a hacer algo más. Entonces el hombre dulcifica la voz, la convierte en un susurro acariciante, una voz hecha toda música, seducción, delicia.

                   Era abril, ¿recuerdas?

               La Santa no dice nada. Teme perder el placer de ese sonido. Por un instante es  otra vez una niña a la que se le cuenta una historia antes de ir a dormir. La Santa puede ser virtuosa y fuerte y escribir la página más grande de  la historia pero es humana.

               Era abril. Y aún vestías falda de colegial, al menos al salir de casa, luego entrabas en un centro comercial y te convertías en otra. Una mensajera más de la muerte y la oscuridad, toda sensualidad y erotismo. Una mujercita de catorce años aficionada a hablar de demonios y magia negra conocida en libracos baratos. Una más como todas las de tu época, como todas las niñas y niños de tu edad. No sabías que alguna vez caminarías por una montaña de cadáveres orgullosa y bella; la sangre resaltando sobre tu blanca piel. En esos días sólo eras una adolescente, pero ya eras hermosa. Te hacías pasar por una mujer; quién podría negar el porte y la madurez de tu cuerpo, la facilidad de tu lengua. Y quien adivinara tu verdadera edad fingía no darse cuenta tan sólo para mirar tus formas de soslayo, tu ansiedad de madurez. Claro, yo ya estaba ahí, te seguía de cerca esperando tan sólo el momento preciso. Esperé demasiado…   

           Abril. Primavera y dulzura. Sus padres no la comprenden son tan sólo dos viejos tontos que viven en el pasado. Un pasado demasiado ingenuo para ser creído. El mundo en el que ella vive es salvaje y doloroso sin ningún rastro de esperanza. Camina de prisa, así es más seguro. Su propia velocidad hace danzar su falda de colegial y el fuego de su cabello. Nada sabe del hombre que la mira y que espera por ella para envenenar aún más su rabia y su desconcierto. Nada sabe y cree que es mejor así. Hace dos semanas ha dejado de asistir al colegio. Para qué estudiar, se pregunta, en un mundo que agoniza.

          Se detiene por un momento en un cruce y mira las ruinas que coronan la montaña que vigila la ciudad. Alguna vez significaron algo, piensa, y hoy ya todos olvidaron siquiera que tres cruces hermosas existieron en esa cumbre y que antes ahí se cantaron leyendas y se reunieron demonios. Un hombre la empuja al pasar por su lado y la saca de su ensimismamiento. Un estallido resuena próximo y el centro comercial se abre ante ella  como una piñata de concreto que arroja fuera de sí extraños fragmentos que oran son plástico, metal o carne. Algunas personas, las menos, gritan y se afanan, otras sólo cambian de acera. Ella en cambio maldice, tendrá que tomar el autobús hasta el centro comercial más próximo para cambiarse su estúpida ropa de colegial. La rutina de su día ha quedado deshecha.

           Piensa en hacer algo nuevo, algo distinto a fumarse un porro y tomarse un par de maistock hasta tener que llamar a casa y decirles a sus padres que se quedará en casa de Angélica o de Janeth para hacer una tarea mientras las manos de ellas la recorren con ansiedad. Unas incrustaciones serían buenas, no simples esferas de acero quirúrgico recorriendo su espalda, sino un diseño que sobresalga simbolizando su asco hacia el mundo, su afán de defensa.  Piensa en una muñequera de dientes afilados sobresaliendo de su propia carne presta a herir a cualquiera que se le acerque demasiado, que si acaso la mire.

           El centro comercial al que llega es desconocido, lejos de su coto de caza convencional. Lo primero que hace es buscar donde cambiarse, ponerse unos vaqueros oscuros y una camisa a tono pero escotada, que le permita mostrar lo necesario y un poco más si lo desea.  Al entrar a la tienda de piercings  y tattoos no se fija en nadie, habla con estudiada arrogancia e indiferencia, con altanería experta de quien sabe lo que quiere. El hombre que la atiende es obeso y algo amanerado, la escucha con solícita atención mientras estudia sus muñecas. Cuando ella termina deja una pausa antes de hablar.

           Mira mi amor, tienes una idea excelente sobre lo que quieres, pero debo decirte que en verdad no es lo que te conviene. Primero tienes una ligera desviación en los metacarpos que haría ensanchar demasiado tu muñeca lo cual crearía una simetría desmesurada…

             Pura mierda le interrumpe ella en seco.

             No, en serio, a mi no me costaría nada hacértelo; pero por la forma en la que vistes y tu manera de hablar me doy cuenta que en verdad esa asimetría no iría con las líneas generales de tu cuerpo. Podríamos pensar también en hacerte las incrustaciones en las dos manos pero creo que eso afectaría el mensaje que quieres transmitir, ¿no es cierto? Sin embargo, déjame decirte que yo capto muy bien tus vibras. No estás contenta con el mundo, no te gusta lo que está a tu alrededor y quieres transmitir eso a la gente que te rodea,  ¿no es así?

              Ella asiente a su pesar, por alguna razón que no se explica comienza a simpatizar con el hombre, comienza a sentir que él la entiende.

             Lo que podemos hacer es esto, por las formas de tu rostro y la madurez de tu cuerpo no te aconsejo en verdad unas incrustaciones; la belleza espontánea siempre será una buen arma de dos filos y me doy cuenta que tú lo sabes. Ahora bien, por ese lado descartamos también los piercings, a menos que quiera uno en el ombligo, que se te vería realmente muy atractivo pero que para ti sería algo demasiado convencional. No nos quedan sino los tatuajes, vamos a descartar aquí lo que son las espadas, las florecitas y los dragones que en definitiva no van contigo, como tampoco van las hadas los duendes, los símbolos del Tao y el budismo. Así que lo que yo te recomendaría en verdad sería una cruz gótica de preferencia en la espalda.      

               Ella sonríe coqueta, deniega. Está de acuerdo con la idea, pero no la quiere en la espalda la quiere en el pecho. Quiere que los brazos de la cruz abrasen sus senos, quiere que la cruz  se asiente en el abismo su pelvis. El dependiente sonríe a su vez con cierta malevolencia cómplice, diríase un niño probando una nueva mueca. La invita a pasar, sentarse, abrirse la blusa y dejar los pechos magníficos al aire. Busca un inscriptor láser. Ella deniega, junto al dependiente se halla un antiguo conjunto de agujas. Quiero sentir el dolor, dice, que el dolor me purifique y me haga sentir viva. Muestra una sonrisa helada de lobo satisfecho, de quien se ha salido con la suya incendiando el cielo y el infierno a su paso. Pronto la sonrisa se borra cuando las agujas comienzan a horadar la piel. Las lágrimas se deslizan por sus mejillas cantando la agonía de su cuerpo. Sólo que no es su agonía, es la agonía de un hombre maltrecho y vejado que es clavado en una cruz bajo un sol calcinante y lento, hace más de dos mil trescientos años. Siente el ardor de cientos de heridas en su espalda. Por un momento el dolor  hace una pausa que se convierte en un remedo de excitación mientras las agujas se clavan en sus pezones. Luego, de nuevo la agonía y el silencio. Eli, Eli, lama sabaqtani susurra a duras penas entre los dientes antes de desmayarse. Lo primero que ve cuando despierta es el pálido rostro del dependiente que la contempla con ojos espantados mientras masculla que eso es algo que suele suceder. No sabe como pero logra sonreírle. No sabe tampoco el tiempo que ha pasado, sólo tiempo después se percatará que han debido de ser varias horas, incluso días enteros.  Se mira el pecho y se encuentra con una cruz de gasa y esparadrapo. Se coloca la blusa mientras escucha al dependiente recitarle con voz mecánica sus recomendaciones. Pura mierda, masculla entre dientes. Se muere de ganas por exhibir al mundo su nueva marca pero no es idiota, sabe que debe esperar a que la herida  cicatrice, a que el color se asiente. Cuando se asoma otra vez al mundo se siente desorientada, extraña. Si tuviese las palabras describiría ese instante como un momento pleno de éxtasis, gloria y abandono, un momento en el que las fuerzas que rigen el universo se hallan suspensas.

            No sabe nada de eso, no tiene las palabras. Sólo sabe que se siente ajena a su propia ira natural. Toma un autobús sin siquiera pensarlo y sale de la ciudad.  

            ¿Recuerdas esa mirada de espanto del dependiente?, Nunca supiste en verdad que viste a un arcángel lleno de preocupación  a los ojos. Eso es algo que cantan tus seguidores sin saber qué tan cierto es. Pero ese era sólo el comienzo por supuesto. Por un momento me asusté cuando te vi salir de la tienda, la ropa negra sobre tu piel blanquísima y los ojos perdidos en lágrimas mirando a ninguna parte. Luego pensé que las cosas marchaban conforme lo había planeado, me confié. Esa es la razón por la que hoy estoy aquí.

            Si todo hubiese sucedido de una sola vez. Si tu cambio no hubiese sido paulatino, habría tenido alguna oportunidad. Sin embargo…   

              Enero. Hielo y Furor.  Sus risas parecen llenar de alegría las calles. Marcha tomada de la mano con un hombre joven, apuesto, de tez amoratada por el viento frío que los azota. Hay rudeza en él y cierta ternura, pero no es suficiente. Nada es suficiente para esa voz incorpórea que clama en sus sueños desesperanzada, Eli, Eli, lama sabaqtani.  No sabe a quién pertenece la voz, ni a quién dirige su suplica. No conoce lo suficiente del catolicismo para llegar a una asociación de ideas. Lo cierto es que la voz en sus sueños le impide el descanso justo de sus días, por eso las ojeras la hacen ver como un mapache. El joven a su lado está de acuerdo en que eso aumenta su atractivo.

               Hace dos años sus padres no saben nada de ella. Para ellos murió en la explosión del centro comercial. No alcanzaron a saber nada de incrustaciones ni tatuajes. Nunca supieron que estaba confundida y asustada. Hace dos años ella salió con rumbo incierto de una tienda de piercings y tattoos con las lágrimas limpiando su mirada y con una cruz en el pecho a manera de estigma. Partió en un autobús cualquiera dirigido hacia ninguna parte.

               El llanto la ha encontrado muchas veces hambrienta y durmiendo en henares; algún campesino le brindó cuidado, algún camionero intentó alguna vez propasarse con ella hasta que la cruz obscura como el pecado al resaltar sobre la piel blanquísima  le hizo cambiar de opinión. Eso no la ha hecho una mujer virtuosa por supuesto, una cruz no concede la virtud, pero ha hecho correr rumores en una tierra que parece necesitarlos. Y quien oye los rumores y está hambriento de virtud esa noche se hinca de rodillas ante el cielo estrellado y eleva sus oraciones esperando que haya alguien para escucharlas.

              Ha reído otras veces como ahora, pero han sido más bien pocas. Con el paso de los años se ha convertido en una mujer triste pero aún inconmovible ante la muerte o la desgracia. Eso aún no la hace llorar.

              Las parcelas de los campesinos no excitan su ansías de vengarse del mundo  tanto como la escuela y el ruido de los autos y los edificios. Es difícil buscar venganza en alguien a quien ni siquiera le importa tu vida o tu muerte. La indiferencia de alguna manera ha hecho que su mente y su corazón se hallen a la misma edad insólita de su cuerpo. Hay quien la acecha por supuesto, y a veces parece adivinar los ojos pardos que la siguen en la oscuridad aunque jamás alcanza a ver a nadie.

          Ninguna de las siluetas que salen de las sombras para materializarse ante ellos tiene los ojos pardos.   

         Fue entonces cuando la Santa hizo su aparición ¿no Elizabeth?

         La Santa se sobresalta. Había olvidado su propio nombre. Elizabeth.  

        Elizabeth, Elizabeth, grita la madre  corriendo tras ella. Más risa que enojo en la voz.

        Ella baja corriendo por la escalera bamboleando el trasero desnudo gorjeando de alegría. Tropieza. Antes siquiera que salga volando por los aires ya está el padre agarrándola en sus brazos. Su tonto padre. La Santa cierra los ojos y ora por dentro. Sabe lo cerca que ha estado de perderlo esta batalla.  

          El hombre calla por un momento.

          ¿Cuántos eran cinco, seis? Cinco creo, si la memoria no me traiciona, tal vez estoy tan viejo como para no recordarlo bien. Pero al menos estoy bastante seguro. Cinco. Sí, eran cinco. No más que unos gamberros. Casi como tú dos años antes de eso. Se abalanzaron sobre el chico y sobre ti. Si quieres que te diga algo sólo buscaban divertirse, quizás robarlos. Nada más. Pero no podía ser tan sencillo ¿cierto? Estabas tan asustada cuando el más bajo de ellos, el del cabello rubio, sacó la navaja que gritaste como una histérica. Eso en verdad los divirtió. ¿Recuerdas cuando comenzaron a girar alrededor del chico y de ti a medida que se iban acercando. No podías correr a ningún  lado. Presentiste más que sentir el filo de la navaja hacia ti y te fuiste sobre él. Eso nunca lo entendí. No estabas desesperada para buscar la muerte, y tanto él como yo sólo estamos de acuerdo en aquello del libre albedrío. Así que fue tu decisión. Cuando la navaja toco tu piel lo hizo de arriba para abajo. En verdad fue un corte superficial, pero la mano que había esgrimido el arma estaba más asustada que tú. Así que la soltó. ¿Sabías lo que iba a venir después? ¿Estabas preparada?

         La sangre brota en una sola línea a lo largo del esternón. Siente tan sólo una línea tibia que la recorre desde la base del cuello hasta llegar casi al diafragma. Tan sólo eso y frío. La navaja no sólo ha cortado su piel sino que ha abierto en dos su blusa dejando al descubierto la cruz. La cruz sangra su dolor. Por un momento ella también se mira. Unas palabras acuden a sus labios. Eli, Eli lama sabaqtani. Se da cuenta de la palidez de los rostros que la observan. Por un solo momento se percata de la edad de los responsables de todo el alboroto. No puede evitarlo. Un sentido de dramatismo le hace abrir los brazos en cruz como diciendo, muy bien, esto es lo que habéis hecho. No se da cuenta de más. El chiquillo de la navaja ha caído de rodillas ante ellas. Los ojos arrasados en lágrimas. Sólo tiene ojos para la negra cruz sangrante sobre la piel blanca, resplandeciente. Como la cruz del nazareno recortada contra el azul del cielo en medio del desierto.

        La voz del hombre cambia, se cubre de tristeza, parece hablar más ya para sí mismo que para la Santa.

        La gente comenzó a llegar, por una razón u otra, en verdad eso no importa. Los apedrearon. Un crimen más en nombre de la cruz. Jamás volviste a ver al chico que te acompañaba. El resto lo sabes bien. La gente nunca supo tu nombre y sólo te llamaba la Santa.  Tu palabra era ley y tu deseo justicia. Esa noche no escuchaste las palabras en tus sueños. Por vez primera en los dos últimos años pudiste descansar y la gente que te vio al día siguiente interpretó tu piel lozana y limpia como un milagro. Luego vino lo demás. Miles de personas murieron a manos de otras miles. El sólo pronunciar el título de la Santa encendía pasiones desenfrenadas. Aún el Vaticano se inclinó a tus pies, mientras corrían ríos de sangre y caminabas sobre montañas de cadáveres, tu torso desnudo y tu ira fanática de cara al cielo. El negro de la cruz sobre tu piel blanquísima.  

       —Así que aquí estamos.

       Aquí estamos   confirmo la Santa.- Sólo alguien como tú podría conocer tan bien mi historia.     

        Ahora yo soy tu enemigo.

         En verdad siempre lo has sido. Sólo tú has sido mi enemigo, El Adversario-  dice La Santa como si escupiera el título; y tan sólo por un momento deja que en su voz se note un verdadero sentimiento. Un odio puro inundado de sentido verdadero, un odio a veces demasiado parecido al amor.

          La Santa toma una daga de su tienda de campaña y se lanza sobre el hombre que la deja hacer.

        Eras mía y él lo sabía musita el hombre mientras se desliza hacia el suelo. La daga clavada en su pecho.

        La Santa lo mira con desolación, con tristeza infinita. Por fin comprende las palabras de sus sueños. Alza su rostro al cielo cubierto de estrellas y musita. Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

       Pero la historia jamás sabrá de ello. Hablará en cambio de la última gran batalla cuando la Santa emboscó al Adversario para así evitar el crimen de millares que lo seguían engañados…

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