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Écheme el Cuento

Raymond Carver: el arte de escribir

Raymond Carver: el arte de escribir

Allá por los mediados de los sesenta, me di cuenta de que me resultaba cada vez más difícil concentrarme en obras de ficción extensas. Durante un tiempo tuve dificultades tanto para leer como para escribir esa clase de obras. Ya no tenía la capacidad de concentración ni la paciencia para intentar escribir novelas. Es una historia complicada, demasiado aburrida para incluirla en estas páginas. Pero ahora sé que todo esto tuvo mucho que ver con que hoy escriba poesías y cuentos. Entrar y salir. No extenderse. Avanzar. Es posible que haya perdido mis grandes ambiciones en esa misma época, cuando estaba llegando a los treinta. De ser así, creo que es bueno que eso me haya sucedido. Es bueno que un escritor tenga ambición y un poco de suerte. Una ambición desmedida y poca suerte, o incluso nada de suerte, pueden matarlo. Hay que tener talento.
Algunos escritores tienen mucho talento; de hecho, no conozco escritor alguno que no lo tenga. Pero tener un modo único y preciso de ver las cosas y hallar el contexto adecuado para expresar esa particular visión, eso ya es otra cosa. El mundo según Garp es, por supuesto, el mundo según la extraordinaria visión de John Irving. Hay otro mundo según Flannery O’Connor y otros según William Faulkner y Ernest Hemingway. Hay mundos según Cheever, Updike, Singer, Stanley Elkin, Ann Beattie, Cynthia Ozick, Donald Barthelme, Mary Robison, William Kittredge, Barry Hannah, Ursula K. LeGuin. Todo gran escritor, o simplemente buen escritor, reconstruye el mundo según sus propias especificaciones.

Esto tiene que ver con el estilo, pero no se trata únicamente del estilo. Se trata de esa firma particular e inconfundible que pone el escritor en todo lo que escribe. Es su mundo y el de nadie más. Este es uno de los rasgos que distingue a un escritor de otro. No se trata del talento. Hay mucho talento por ahí. Pero si un escritor tiene un modo especial de ver las cosas y puede expresarlo de manera artística, ese escritor no será fácilmente olvidado.
Isak Dinesen decía que escribía un poco todos los días, sin esperanza pero sin desesperación. Algún día escribiré esa frase en una ficha de tres por cinco y la pondré en la pared junto a mi escritorio. Ya tengo algunas fichas de tres por cinco en la pared. “Expresarse con precisión es la ÚNICA convicción moral del escritor”. Ezra Pound. De ninguna manera lo es todo, pero si un escritor logra “expresarse con precisión”, al menos se encuentra en el camino correcto.
Tengo una ficha en la pared con este fragmento de una oración de un cuento de Chéjov: “…y de pronto, vio todo con claridad”. Estas palabras están llenas de misterio y de posibilidades. Me encanta su sencillez y claridad, y la insinuación implícita de una revelación. También encierran algo enigmático. ¿Qué era lo que no estaba claro hasta entonces? ¿Por qué justo en ese momento vio todo claramente? ¿Qué es lo qué pasó? Pero sobre todo: ¿y ahora, qué? Revelaciones tan abruptas como esta tienen consecuencias. Me produce una súbita sensación de alivio y expectativa. 
Una vez escuché al escritor Geoffrey Wolff decir a un grupo de estudiantes: “Nada de trucos baratos”. Esa frase merece estar en una ficha de tres por cinco. Yo me quedaría con “Nada de trucos”. Punto. Odio los trucos. A la primera señal de un truco o artilugio en una obra de ficción, ya se trate de un truco barato o de un truco elaborado, tiendo a cerrar el libro. Los trucos, en definitiva, resultan aburridos, y yo me aburro con facilidad, lo que puede estar relacionado con el hecho de que no puedo mantener la atención por mucho tiempo. Pero la literatura afectada y demasiado perspicaz, o simplemente ridícula, puede hacer que me duerma. Los escritores no necesitan trucos o artilugios, y ni siquiera es necesario que sean tremendamente listos. Aun a riesgo de parecer tonto, un escritor tiene que ser capaz de quedarse boquiabierto al ver tal o cual cosa (un atardecer o un zapato viejo) con absoluto y verdadero asombro.
Hace unos meses, en la sección de reseñas de libros del New York Times, John Barth dijo que, hace diez años, la mayoría de los estudiantes de su seminario de literatura de ficción estaban interesados en la “innovación formal”, pero que eso ahora parece haber cambiado. Barth teme que los escritores empiecen a escribir novelas triviales en los ochenta. Le preocupa que se esté abandonando la experimentación, junto con el liberalismo. A mí me pone un poco nervioso escuchar hablar sobre la “innovación formal” en la literatura. Muy a menudo la “experimentación” no es más que una licencia que se toman los escritores para ser descuidados, escribir tonterías o imitar a otros. O lo que es peor aún, puede ser un pretexto para insensibilizar o alienar al lector. Es muy común que ese tipo de literatura no nos muestre nada nuevo, o que describa un paisaje desértico y nada más: unas dunas por acá, unos lagartos por allá, pero sin personas; una tierra que no está habitada por nada que pueda reconocerse como humano. Un lugar de interés sólo para algunos científicos especializados.
Es importante aclarar que la verdadera experimentación en la ficción es original, difícil de lograr y motivo de júbilo. Pero el modo particular de ver las cosas de un escritor (Barthelme, por ejemplo) no debería ser imitado por otros ya que no tiene sentido. Hay solo un Barthelme, y si otro escritor intenta apropiarse de la peculiar sensibilidad o de la mise en scène de Barthelme en nombre de la innovación, seguramente se meterá en complicaciones que tendrán consecuencias catastróficas y, lo que es peor, lo llevarán a engañarse a sí mismo. Los verdaderos experimentadores tienen que crear todo desde cero, como exigía Pound, y en el proceso deben descubrir las cosas por sí mismos. Pero si el escritor no se ha vuelto loco, también querrá seguir el contacto con nosotros, querrá transmitirnos noticias de su mundo.
 
Tanto en un poema como en un cuento, es posible escribir sobre cosas y objetos corrientes usando un lenguaje corriente pero preciso, y dotar a esas cosas (una silla, la cortina de una ventana, un tenedor, una piedra, el pendiente de una mujer) de una fuerza sorprendente. Es posible escribir una línea de diálogo que pueda parecer inofensiva y, así y todo, hacer que un escalofrío corra por la espalda del lector. Por eso Nabokov solía decir que la espina dorsal es la fuente del deleite artístico. Ese es el tipo de literatura que más me interesa. Odio la literatura descuidada o caprichosa, ya sea bajo la bandera de la experimentación o del realismo torpemente logrado. En el maravilloso cuento de Isaac Babel llamado “Guy de Maupassant”, el narrador dice lo siguiente sobre la narrativa: “Ningún hierro puede perforar el corazón con la fuerza de un punto puesto en el lugar preciso”. Esto también merece estar en una ficha.
Evan Connell dijo una vez que sabía que había terminado un cuento cuando se descubría leyéndolo y quitándole algunas comas y luego leyéndolo una vez más y poniendo las comas nuevamente en los mismos lugares. Me gusta esta forma de trabajar. Siento respeto por esa clase de cuidado por lo que se hace. Al fin y al cabo, eso es todo lo que tenemos: palabras, y deberían ser las correctas, con la puntuación correcta, para que se entienda mejor lo que esas palabras quieren decir. Si las palabras están cargadas con los sentimientos desenfrenados del escritor o si son imprecisas por alguna otra razón (si las palabras resultan, de algún modo, confusas) los ojos del lector se deslizarán sobre ellas y no se habrá logrado nada. El sentido artístico del lector no encontrará nada atractivo. Henry James llamaba a esta forma de escribir poco feliz “especificación débil”.
Tengo amigos que me han dicho que tuvieron que terminar rápido de escribir un libro porque necesitaban el dinero, o el editor o su esposa los estaba presionando o a punto de dejar u otras excusas como esas para justificar que lo que habían escrito no era muy bueno. “Habría quedado mejor si hubiera podido tomarme más tiempo”. Me quedé anonadado cuando escuché a un novelista amigo decir esto. Aún hoy me asombra si me pongo a pensar en eso, cosa que no hago. No es mi problema. Pero si no podemos lograr que lo que escribimos sea tan bueno como nos resulte posible, entonces ¿para qué escribirlo? En definitiva, la satisfacción de haber hecho lo mejor que podíamos y la prueba de ese esfuerzo es lo único que podemos llevarnos a la tumba. Quería decirle a mi amigo: “Por el amor de Dios, dedicate a otra cosa. Tiene que haber formas más fáciles y tal vez más honradas de ganarse la vida. O por el contrario, hacelo lo mejor que puedas, poniendo toda tu capacidad y talento, y después no te justifiques ni pongas excusas. No te quejes ni des explicaciones”.
En un ensayo llamado simplemente “Escribir un cuento”, Flannery O’Connor compara el arte de escribir con un descubrimiento. Dice que, cuando se sentaba a trabajar en un cuento, la mayoría de las veces no sabía qué iba a escribir. O’Connor duda que muchos escritores sepan qué escribirán cuando comienzan un texto. Usa “La gente buena del campo” como ejemplo de cómo ella armaba un cuento cuyo final ni siquiera podía adivinar hasta que ya estaba llegando a él:
“Cuando empecé a escribir ese cuento, no sabía que iba a incluir una doctora en filosofía con una pierna de palo. Simplemente me descubrí a mí misma una mañana escribiendo una descripción de dos mujeres de las que sabía algunas cosas, y antes de que me diera cuenta, a una de ellas le había dado una hija con una pierna de palo. Luego incluí al vendedor de biblias, pero no tenía la menor idea de qué iba a hacer con él. No sabía que iba a robar esa pierna de palo hasta unas diez o doce líneas antes de que lo hiciera, pero cuando descubrí que eso era lo que iba a pasar, me di cuenta de que era inevitable”.
Cuando leí esto hace algunos años, me impactó que ella, o cualquier persona, para el caso, escribiera cuentos de esa manera. Pensaba que ese era mi secreto, con el que me sentía un poco incómodo. Estaba convencido de que esa forma de trabajar un cuento revelaba de algún modo mi ineficiencia. Recuerdo haberme sentido enormemente animado al leer lo que ella tenía para decir al respecto.
Una vez me senté a escribir un cuento que resultó ser bastante bueno, aunque cuando comencé sólo contaba con la primera oración. Había andado varios días con esta oración en mi cabeza: “Estaba pasando la aspiradora cuando sonó el teléfono”. Sabía que ahí había una historia que debía ser contada. Tenía la sensación de que dentro de mí había un cuento con ese comienzo; sólo tenía que hacerme del tiempo para escribirlo. Encontré el tiempo: un día entero (doce horas, quizás incluso quince). Me senté por la mañana y escribí la primera oración, y entonces otras oraciones comenzaron inmediatamente a encadenarse. Escribí el cuento como hubiera escrito un poema: una línea y luego la siguiente, y la siguiente. Pronto pude ver un cuento, y sabía que era mi cuento, el que había estado queriendo escribir.
Me gusta cuando hay cierta sensación de peligro o amenaza en un cuento. Creo que es bueno que todo relato contenga una pequeña amenaza. Para empezar, es bueno para la circulación. Tiene que haber tensión, la sensación de algo inminente, de que ciertas cosas están en constante movimiento. Si no es así, en la mayoría de los casos no hay cuento. Lo que crea la tensión en una obra de ficción es, en parte, la forma en que las palabras concretas se unen entre sí para formar la acción visible del relato. Pero también las cosas que se omiten, que se insinúan, el paisaje justo debajo de la superficie tranquila (aunque a veces inestable) de las cosas.
Victor Sawdon Pritchett define el cuento como “algo que se alcanza a vislumbrar con el rabillo del ojo, al pasar”. Noten la palabra “vislumbrar”. Primero algo se vislumbra. Luego eso toma vida, se convierte en algo que ilumina el instante y puede, si tenemos suerte (otra vez esa palabra), tener consecuencias y significados de mayor alcance. La tarea del escritor de cuentos es la de otorgar a eso que se vislumbra de todo lo que esté a su alcance. Usará su inteligencia y su destreza literaria para dirigir (su talento), su sentido de las proporciones y su sentido de las potencialidades de las cosas; de cómo son realmente y cómo las ve: como ninguna otra persona. Y esto se logra a través del uso de un lenguaje claro y específico, un lenguaje usado de forma tal que dé vida a los detalles que iluminarán el cuento a la vista del lector. Para que los detalles sean concretos y tengan sentido, el lenguaje debe ser exacto y usarse con precisión. Las palabras pueden llegar a ser tan precisas que hasta podrían sonar chatas, pero aun así pueden estar cargadas de sentido; si se usan correctamente, pueden hacer vibrar todas las notas.

1 comentario

Damian Stone -

Esta es mi bíblia.