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¿Cómo escribir una novela policíaca?

¿Cómo escribir una novela policíaca?

James Ellroy 

James Ellroy acaba de lanzar al mercado su última novela, Perfidia, una historia sobre la muerte de una familia en Los Ángeles de origen japonés en medio de la tensión étnica en Estados Unidos en la II Guerra Mundial. Así que el escritor está en este momento apareciendo en los medios estadounidenses, que le preguntan un poco de todo sobre su obra. Sin duda, la más interesante es la entrevista que le han hecho enFastCompany y que se ha centrado en cómo escribir una novela policíaca. Estas son las cosas que siempre se deben hacer según el escritor.

Cuida la trama

Posiblemente en la novela policíaca el argumento es uno de los elementos más importantes de todos los que maneja el escritor. Al fin y al cabo, el interés de este tipo de novelas está en el misterio que las genera y la investigación que uno de sus protagonistas desarrolla para desvelar ese misterio (amén de la que hacen los propios lectores para intentar descubrirlo también). Ellroy piensa mucho en la trama de sus novelas y escribe notas sobre las cosas que se le ocurren. “Empiezo juntando notas sobre los personajes. Grandes partes de la trama van mostrándose claramente mientras hago eso”, explica a la revista. En el caso de su última novela,Perfidia, el escritor tenía que tener en cuenta además que los personajes ya eran conocidos para sus lectores y que por tanto tenían que encajar en cómo se había comportado antes.

El argumento tiene que tener además ciertos elementos. El escritor busca tener “un gran crimen” y “una gran historia”. “Quieres conflictos internos entre los personajes. Quieres rivalidad entre las agencias de policía. Quieres mujeres elegantes. Quieres grandes historias de amor. Quieres grandes apuestas, vida”, añade.

- Crea un buen resumen

Ellroy trabaja con un resumen o un bosquejo previo de la obra, que según explican en FastCompany no es solo un par de líneas maestras sino que se acerca mucho más a un primer borrador de la novela. Con su última novela llegó a acumular 200 páginas de notas, que dejó en 70 para que fuese operativo trabajar con ella. Además de ideas está toda la investigación detrás de la novela. El resumen lo escribe a mano, como también lo hace con la novela. Escribe 50 páginas en un cuaderno de hojas blancas con bolígrafo negro  sobre el que corregirá en rojo. Cada 50 páginas para para reescribir y corregir. Luego pasa esos contenidos a su asistente que los pasa a ordenador.

– Diseña una estructura narrativa

En el caso de Ellroy “nunca” es un narrador en tercera persona y onmisciente. Habitualmente, señala, usa tres puntos de vista, que funcionan de forma subjetiva. En su última novela lo hizo en primera persona.

– Escribe diálogos que vayan más allá

Los diálogos son una parte bastante fundamental en las novelas y sirven para conocer de una forma diferente a los personajes. Hay escritores que pecan de escasos. Otros por el contrario nos hacen sentir en una obra de teatro. Sea como sea, el diálogo tiene que ser algo más que una exposición de hechos, según apunta Ellroy. “El diálogo debe ser divertido”, señala. “Tiene que ser sustancial. Tiene que ser algo más que una exposición”.

A Ellroy le gusta dejar que sus personajes se empapen con como hablaban las personas de su momento y los enriquece con las expresiones de su época. De hecho, los personajes de Perfidia, explica, hablan no solo con las expresiones de entonces (la novela se ambienta en 1941) sino también con sus puntos de vista y las cosas que llenaban su lenguaje (por ejemplo, el racismo).

La investigación es clave

Ellroy, como otros escritores famosos, tiene un equipo para ayudarle con toda la parte de la investigación relacionada con su novela y su contexto. El escritor recomienda investigar para sacar todas las cosas interesantes que puede haber en el contexto histórico y que pueden dar juego en la novela. No lo hace para tener un montón de datos sobre el momento, sino para ir un paso más allá. “No estoy buscando docunentos secretos de la CIA que revelen un complot de derechas para acabar con Nicaragua. Busco la mierda escandalosa, cool”.

El final

Ellroy cuida mucho los finales y además apuesta siempre por las historias que están completamente cerradas. Para acabar la novela dedica unas 100 páginas a que se vayan cerrando los cabos. “Mis libros tienden a acabar en una elegía o en un gran drama”, apunta.

Ocho ideas creativas de Julio Cortázar

Ocho ideas creativas de Julio Cortázar

2014 es el año de Cortázar ( a 100 de su nacimiento). Los lectores de Cortázar celebramos la publicación de nuevas ediciones como la que vamos a comentar. Clases de literatura (Alfaguara, 2014), es un volumen que transcribe ocho clases dictadas en la Universidad de Berkeley en 1980 y que habían permanecido inéditas hasta ahora. Como indica Carles Álvarez Garriga en el prólogo, esta serie se empareja con otras clases de otros maestros magistrales redundantes como Borges, Calvino y Nabokov, cuya lectura hemos disfrutado con avidez. Escuchar a un hacedor de historias sus propias versiones sobre la creatividad, la escritura, la inspiración y la narración resulta tan interesante como leer su obra. Cortázar habla extensamente en estas clases sobre el cuento y sus retos, tema de especial interés para los escritores en ciernes, sobre todo para quienes se enfrentan a la tarea de crear, más que novelas, un cuento, eso que el autor argentino llama, un orden cerrado. (p. 29)

Disfrutar el mecanismo

Por encima del tema, el mensaje y hasta el destinatario, Cortázar expresa su interés por la arquitectura, por la minuciosa observación de todos los detalles que conforman un cuento:  “Aunque pudiera tener simpatía o cariño por determinados personajes de esos cuentos, era muy relativo: lo que verdaderamente importaba era el mecanismo del cuento, sus elementos finalmente estéticos, su combinatoria literaria con todo lo que puede tener de hermoso, de maravilloso y de positivo. [...] Ese primer puente tendido directamente de un hombre a otro, de un hombre a un conjunto de personajes, me llevó en esos años a interesarme cada vez más por los mecanismos psicológicos que se pueden dar en los cuentos y las novelas, por explorar y avanzar en ese territorio –que es el más fascinante al fin y al cabo– en que se combina la inteligencia con la sensibilidad de un ser humano y determina su conducta, todos sus juegos en la vida, todas sus relaciones y sus interrelaciones, sus dramas de vida, de amor, de muerte, su destino; su historia, en una palabra.” (p. 19-20)

 II La intensidad y la tensión 

Cortázar trata de definir el cuento en oposición a la novela. La novela, como él indica, da idea de un poliedro, de una enorme estructura mientras que el cuento tiende por definición a la esfericidad, a cerrarse. “El cine sería la novela y la fotografía, el cuento”". Para conseguir la atmósfera que da una buena fotografía el cuento tiene que dar la sensación de un orden cerrado que, al mismo tiempo, apela a la imaginación. “Ahora, por el hecho de que el cuento tiene la obligación interna, arquitectónica, de no quedar abierto sino de cerrarse como la esfera y guardar al mismo tiempo una especie de vibración que proyecta cosas fuera de él, ese elemento que vamos a llamar fotográfico nace de otras características que me parecen indispensables para el logro de un cuento memorable o perdurable [...]: intensidad y tensión.” (p .31)

 III La distracción

Cortázar habla de un tiempo interno y de una percepción del mismo que facilita determinados sentimientos como miedo, maravilla, pero también la ensoñación, tan importantes en la tarea creativa del escritor. “Es eso que se suele llamar un estado de distracción y que nadie sabe bien qué es porque cuando somos pequeñitos nuestras madres y maestras nos enseñan que no hay que distraerse, e incluso nos castigan por lo cual quizás, acaso (sin saberlo, las pobres) nos están privando desde la infancia de una posibilidad dentro de muchas de cierto tipo de aperturas. En mi caso me sucede distraerme y por esa distracción irrumpe lo que después da estos cuentos fantásticos por los cuales nos hemos reunido aquí. A través de esos estados de distracción entra ese elemento otro, ese espacio o ese tiempo diferentes”. (p.63)

IV  El humor y lo lúdico

Muy interesantes sus observaciones sobre la distinción entre el humor y las situaciones cómicas. Los escritores de libros para niños han explotado mucho las situaciones cómicas y no tanto ese concepto más intelectual y sutil que es el humor. “Hay cosas que son cómicas pero no contienen eso de inexpresable, indefinible que hay en el verdadero humor. [...] Si uno analiza el fragmento que contiene ese elemento de humor, la intención es casi siempre desacralizar, echar hacia abajo una cierta importancia de algo que puede tener cierto prestigio, cierto pedestal.  El humor está pasando continuamente la guadaña por debajo de todos los pedestales, de todas las pedanterías, de todas las palabras con muchas mayúsculas.” (p. 158-159) Unido al humor va lo lúdico y Cortázar reivindica un escritor que no pierde lacapacidad infantil de jugar, y de jugar como se jugaba de niños, es decir, en serio. “Cuando alguien entra en el juego de la literatura esto puede perdurar; en mi caso ha perdurado: siempre he sentido que en la literatura hay un elemento lúdico sumamente importante y que, paralelamente a lo que habíamos dicho del humor, la noción del juego aplicada a la escritura, a la temática o a la manera de ver lo que se está contando, le da una dinámica, una fuerza a la expresión que la mera comunicación seria y formal –aunque esté muy bien escrita y planteada– no alcanza a transmitir al lector, porque todo lector ha sido y es un jugador de alguna manera y entonces hay una dialéctica, un contacto y una recepción de esos valores.” (p. 183)

 El tema, ¡el tema!

Palabra que se convoca indiscriminadamente sobre todo cuando se habla de libros para niños. ¡Se habla tanto del tema que pareciera que es más importante que el estilo, lo literario, lo estético, el humor, lo poético! “El cuento realista es siempre más que su tema: el tema es absolutamente fundamental pero si un cuento realista se queda en el tema es uno de los muchísimos cuentos que leemos con frecuencia en que los principiantes, por el hecho de haber encontrado un episodio que los conmovió, ya sea en un sentido histórico, amoroso, psicológico o incluso humorístico, pensaron que bastaba escribirlo para que eso fuera un buen cuento realista. En ese caso no lo es nunca porque el tema se reduce exclusivamente a la anécdota y muere en el momento en que la anécdota, el relato mismo, termina; con la última palabra el cuento empieza inevitablemente a caer en el olvido.” (p.135) Cortázar habla mucho en estas conferencias sobre los temas. Él mismo recibió etiquetas por los temas de sus libros y, en muchas ocasiones, reivindicó a un escritor comprometido con el tema antes casi que con lo literario, aunque posteriormente modificó esta posición. Variantes del siguiente ejemplo que comenta las encontramos muchas veces en muchas narraciones: “En la época del realismo socialista, por ejemplo, muchos escritores consideraban ingenuamente que escribir un libro contando las hazañas de trabajo de los campesinos en Ucrania bastaba para hacer literatura. Resulta que finalmente el resultado de los libros en general era sumamente mediocre; un buen ensayo sobre el trabajo de los campesinos en Ucrania era muchísimo más positivo, tenía más hechos y respondía mejor al interés del lector que una novela donde se estaba hablando de eso pero donde en realidad no sucedía nada que tuviera una verdadera belleza literaria, que creara ese salto que como lectores damos cuando leemos un libro que vale la pena leer y nos saca de nuestras casillas.” (p. 238)

VI Y, junto al tema, el mensaje

“No basta con tener un mensaje para hacer una novela o un cuento porque ese mensaje, cuando es ideológico o político, lo transmiten mucho mejor un panfleto, un ensayo o una comunicación. La literatura no sirve para eso. La literatura tiene otras maneras de transmitir esos mensajes, y vaya si los puede transmitir con muchísima más fuerza que el artículo periodístico, pero para hacerlo con más fuerza tiene que ser una alta y gran literatura. (...) La mala literatura o la literatura mediocre no transmiten nada con eficacia.” (p. 37)

VII Pero no hay nada en contra del realismo

Únicamente el escritor debe estar pensando más en la literatura que en el tema, en poner en marcha un “sistema de fuerzas” que son las que explican lo que sucede y le dan una fuerza a la anécdota que esta no tiene por sí misma. “El primer peligro que amenaza al cuento realista es el excesivo hincapié que se puede hacer, llegado el caso, en la temática o considerándola como la razón fundamental de ser del cuento. Eso plantea problemas bastante complejos ybastante delicados porque con frecuencia leemos cuentos calificados o considerados por sus autores como realistas que abarcan en efecto un pequeño momento de la vida de uno o varios personajes, una determinada situación y también determinados episodios o acontecimientos. Para algunos autores el solo hecho de haber elegido ese tema por considerarlo interesante y haberlo contado tal como el episodio podría haberse producido en la vida real o se produjo si lo está reproduciendo basta para hacer un cuento realista. Cualquier escritor que tenga un poco de práctica en su propio oficio sabe que esto no es cierto.” (p. 133)

VIII La musicalidad, la atmósfera

Cortázar habla en estas conferencias de lecturas que se quedan “resonando” en la cabeza de los lectores. En textos cuyos autores han conseguido un manejo de las palabras y un sentido que produce musicalidad. El ritmo, la articulación de las palabras, cierta cadencia. Aunque reconoce que son aspectos más intuitivos que conceptuales: “Estoy hablando de una prosa en la que se mezclan y se funden una serie de latencias, de pulsaciones que no vienen nunca de la razón y que hacen que un escritor organice su discurso y su sintaxis de manera tal que, además de transmitir el mensaje que la prosa le permite, transmite una serie de atmósferas, aureolas, un contenido que nada tiene que ver con el mensaje mismo pero que lo enriquece, lo magnifica y, muchas veces, lo profundiza.” (p. 151)

El efecto iceberg

El efecto iceberg

En el libro “Muerte en la tarde”, Hernest Hemingway parecía revelar uno de los secretos de su escritura:

“Si un escritor de prosa conoce lo suficientemente bien aquello sobre lo que escribe, puede silenciar cosas que conoce, y el lector, si el escritor escribe con suficiente verdad, tendrá de estas cosas una impresión tan fuerte como si el escritor las hubiera expresado. La dignidad de movimientos de un iceberg se debe a que solamente un octavo de su masa aparece sobre el agua. Un escritor que omite ciertas cosas porque no las conoce, no hace más que dejar lagunas en lo que escribe”[1]

El escritor formula aquí su “principio iceberg” o “teoría de la omisión”. Desde la literatura, Hemingway plantea la zanahoria que busca el hocico del artista: sugerir más que mostrar. Aludir en lugar de señalar. Invertir la lógica aparente para concluir que menos es más. La seducción del arte (y también el arte de la seducción) está en insinuar más que en provocar.

Una de las primeras veces que recuerdo haber experimentado este efecto iceberg, aún sin reconocerlo como tal, fue en el cine, con la película “Chinatown” de Roman Polanski. Desde que la vi, cuando apenas la pelusilla se hacía bigote, siempre he recordado su última escena: aquella en la que disparan a una pareja de mujeres que huyen en coche y, como signo de la muerte de la conductora, se escucha el sonido permanente de la bocina, sugiriendo que la cabeza de la víctima había caído inerte sobre el claxon. La brutalidad de la escena no estaba en la sangre, estaba en la imaginación del espectador. Durante todo este tiempo, hasta que la he vuelto a ver hace pocos días, había olvidado el argumento, los personajes, el director, los actores... Sin embargo me acordaba claramente del final, del pitido estridente que anunciaba la última muerte.

En realidad, el proceso de filtrar lo que se muestra de lo que se oculta es el oficio silencioso de todo artista. El cineasta omite planos; el pintor, trazos; el escritor, palabras; el director o dramaturgo, escenas; el actor, acciones. Quien crea destila minuciosamente aquello que quiere comunicar. ¿Qué desechar y qué seleccionar? ¿Cómo discernir entre lo crucial y lo intranscendente? ¿Qué es pulpa y qué es jugo? La obra de arte debe ser un cocktail que despierte la imaginación.

En teatro, Meyerhold buscó su particular efecto iceberg a través de lo que llamó “El Teatro de la Convención Consciente”, con el que trató de ir en contra del naturalismo, un movimiento que tendía a no dejar nada sumergido. En el ideario del director ruso, por medio de la sugestión escénica, el espectador deviene en creador:

“El método convencional, finalmente, presupone en el teatro un cuarto creador, después del autor, el director y el actor: el espectador. El teatro de la convención crea una puesta en escena cuyas alusiones debe completar el espectador creadoramente, con su propia imaginación”[2]

Meyerhold, precisamente, nos ofrece un gran ejemplo del arte de la alusión. Se trata, nuevamente, de una muerte que da el final a una obra. En la última escena de “La dama de las camelias”, aquella en la que muere Margarita, el director ruso filtró inteligentemente lo que el espectador debía ver y estimular así su mirada creadora. Margarita, ya gravemente enferma, negaba su deteriorado estado de salud y, levantándose vigorosamente del sillón, se mostraba forzadamente alegre: “¡No sufro!... Ves, estoy sonriendo, estoy fuerte...” eran sus últimas palabras en la versión de Meyerhold. Entonces Margarita abría la cortina dejando que la luz del sol la iluminase. Posteriormente se sentaba en el sillón y al de poco tiempo se veía su mano izquierda caer hasta quedar colgada. Aquel mínimo movimiento era el único pero inequívoco signo de su muerte.

La clave de este efecto iceberg, como bien apunta Hemingway, es conocer profundamente lo que se omite. Si se trabaja con honestidad hacia la idea primigenia, lo que es velado sostiene con solidez lo que se observa, lo mantiene a flote.

Veamos otro ejemplo. Hubo una obra de Robert Wilson que impactó especialmente. Era una instalación artística titulada “Memory/Loss” [Pérdida de memoria][3]. En ella se podía ver un cuerpo enterrado al nivel de los hombros en una planicie agrietada. La cabeza estaba cubierta hasta los ojos por lo que parecía una tela bien ceñida gracias a una especie de cuerda anudada en la frente. Al verla, las impresiones sobrevenían con facilidad: soledad, tortura, incomunicación, abandono, aislamiento, insensibilidad, muerte... La plasticidad de la composición era de un gran poder sugestivo. Pero, ¿Qué era lo que la sostenía? ¿Cuál era la parte sumergida?

Sólo tiempo después hallé la respuesta. La obra estaba inspirada en una carta que Heiner Müller había escrito al propio Wilson. En ella el dramaturgo alemán describía una tortura ideada por los mongoles con la que sometían a sus prisioneros para dejarlos sin memoria. A los rehenes, que iban a ser destinados para uso doméstico de los conquistadores, se les rapaba el pelo y se les ponía un casco hecho con piel fresca del cuello de un camello. Después se les enterraba hasta los hombros y los dejaban expuestos al sol. El calor contraía la piel del camello estrujando la cabeza del prisionero y, como consecuencia, el pelo comenzaba a crecer en dirección contraria, hacia el cráneo. El torturado, si sobrevivía, perdía la memoria y sería un servidor fiel que no causaría problemas. “No hay revolución sin memoria”, acababa diciendo Müller en la carta.

Si miramos al arte del actor, Eugenio Barba nos da ciertas claves al hablar de la omisión, uno de los principios de su Antropología Teatral:

“La belleza de la omisión, de hecho, es la sugestividad de la acción indirecta, de la vida que se revela con el máximo de intensidad en el mínimo de actividad”[4]

El actor, una vez ha elaborado una secuencia de acciones, puede omitir ciertos fragmentos y dejarlos latentes para que broten en la imaginación de quien observa. Aquello que guarda, entonces, nutre su presencia escénica, le da un sentido implícito a sus acciones, una orientación precisa, una lógica que, como un sencillo jeroglífico, el espectador debe desentrañar. Si, por otro lado, el actor está acuciado por saturar de acciones y movimientos su interpretación, puede acabar sobre explicándose sin que al final se entienda nada. Puede lanzar infinidad de perdigones sin atinar en la diana.

El propio Müller, al hablar de su proceso de escritura, revelaba el síntoma de quien no sabe operar bajo la teoría de la omisión: “Mientras menos ves, más describes”. Es decir, sólo quien conoce suficientemente lo que ha de transmitir, sabe evidenciar lo esencial y sugerir el resto. De lo contrario, se corre el riesgo de tejer una maraña de información superflua y de acabar atrapado en la confusión primero, en lo previsible después y, finalmente, en el aburrimiento. Entonces la creación naufraga. No pocas grandes ideas se han hundido en la abundancia. Que se lo pregunten si no al Titanic.

[1] Hemingway, Ernest. Muerte en la tarde. Traducción de Lola Aguado, Editorial Planeta, 1993, p. 98.

[2] Meyerhold, Vsevolod. Meyerhold: textos teóricos. Edición de Juan Antonio Hormigón, Publicaciones de la ADE, Madrid, 1998, p. 176.

[3] Una fotografía de la obra se puede ver en: http://amontanhamagica.blogspot.com/2004_08_01_archive.html

[4] Barba, Eugenio. La canoa de papel. Traducción de Rina Skeel, Catálogos, Buenos Aires, 2005, p. 53.

44 consejos para jóvenes escritores Anónimo

44 consejos para jóvenes escritores     Anónimo
  1. Copiar en fichas todos los finales que se nos ocurran para un relato así como sus inicios, probar todas las combinaciones posibles y elegir la más eficaz.
  2. Contemplar la vida, los hechos, los sentimientos, las cosas, las palabras... con actitud de asombro, de extrañeza, y escribir a partir de las nuevas percepciones que así tengamos de todo ello.
  3. Inventar nuevas formas de enfocar nuestros actos cotidianos y escribir sobre ellos.
  4. Mirar los objetos de nuestra casa como si pertenecieran a otro mundo y escribir sobre la nueva forma de percibirlos.
  5. Inventar un mundo en el que las personas hablen con las cosas y las cosas hablen entre sí.
  6. De entre todas las ideas que se agolpan en nuestra mente, apuntar una; la más simple, la más atractiva o la primera que podamos atrapar, sin preocuparnos por perder las restantes en el camino.
  7. Es bueno relajarse unos minutos antes de comenzar a escribir, concentrarse en la respiración, para dejar fluir los pensamientos; coger al vuelo palabras que pasen por la mente y llevarlas a la página. 
  8. Se puede trabajar con listas existentes, tales como las del listín telefónico, la carta de un restaurante o la cartelera de los cines.
  9. Plantearse la mayor cantidad posible de formas de soledad existentes para desarrollar en un texto la que más nos conmueva.
  10. Observar lugares bucólicos y describirlos. Extraer noticias truculentas de periódicos sensacionalistas y ambientar los sucesos en dichos lugares.
  11. Estar alerta cuando nos sentimos angustiados para rescatar aquellas imágenes que dan forma a la angustia.
  12. Escribir sin estar pendientes del calendario, del reloj ni de lo que consigamos; simplemente, hacerlo.
  13. Escribir sobre un tema, elegido a conciencia, que nos produzca la más intensa e íntima liberación.
  14. Imaginar varias situaciones que ocurren en distintos lugares a la misma hora como método para contar algo desde distintos puntos de vista.
  15. Repetir un mismo itinerario mental en distintas ocasiones para comparar resultados y recoger la mayor cantidad posible de material vivencial.
  16. Imaginar un viaje de afuera hacia adentro y otro de adentro hacia fuera de uno mismo y escribir "durante" el viaje.
  17. Planificar un viaje interior por el territorio que sea más propicio para las representaciones imaginarias.
  18. Practicar el aislamiento durante un período programado de tiempo que puede ir desde un día completo hasta una semana, un mes... y anotar lo que experimentamos en ese lapso.
  19. Escribir un texto a partir de la comparación de dos realidades: recuerdos, sueños, experiencias vividas, sonidos, perfumes...
  20. Escribir un texto a partir de semejanzas y diferencias que resulten de compararse uno mismo con otra persona.
  21. Encontrar las palabras que más placer nos produzcan o más significaciones nos provoquen para constituirlas en componentes de una imagen.
  22. Apelar a nuestros sentidos diferenciando aromas, sabores, sonidos, observaciones y sensaciones táctiles de todo tipo para incluir en nuestra lista para constituir imágenes.
  23. Dividir un objeto en el mayor número posible de piezas que lo componen para jugar con ellas en un texto, llamando al objeto por el nombre de algunas de esas piezas o partes.
  24. Inventar situaciones, personajes, conceptos que nos permitan transgredir las funciones del lenguaje.
  25. Reunir todo tipo de géneros y discursos y a partir del contraste entre dos de ellos, para constituir una narración: noticias periodísticas, telegramas, poemas, diálogos escuchados al pasar, etcétera.
  26. Analizar todo tipo de palabras buscando la mayor cantidad de explicaciones posibles que en torno a ellas nos aporta material para un texto o nos permite, directamente, constituir el texto.
  27. Inventar imágenes inexistentes, con mecanismos similares a los productores de frases hechas, y desplegarlas literalmente en un texto.
  28. Tomar una idea conocida y asombrarse frente a ella como si nos resultara desconocida como método para conseguir material literario.
  29. Coleccionar refranes de distintas procedencias para trabajar con ellos en un texto.
  30. Inventar refranes y jugar con su sentido literal.
  31. Prestar atención a los episodios cotidianos, y convertir cada mínimo movimiento ocurrido en un espacio común -un bar, el metro, un edificio, la playa- en un episodio capaz de desencadenar otros muchos.
  32. Elegir momentos a distintas horas del día y describir todo lo que sentimos y lo que sucede a nuestro alrededor, más cerca y más lejos.
  33. Inventariar palabras a partir del alfabeto y crear entre ellas un itinerario, el esqueleto de una historia.
  34. Tomar todo tipo de secretos: un "secreto de familia", un "secreto de confesión", "el secreto de estado", "el secreto profesional", como motores de un texto.
  35. Hurgar en nuestro mundo interior, rescatar de él algún aspecto que no nos atrevemos a expresar y ponerlo en boca de un personaje.
  36. Confeccionar una lista de afirmaciones y otra de negaciones como posible material para un texto en el que se omita algo específico.
  37. Invertir el mecanismo lógico: secreto/confesión, es una manera de enfrentar la ficción. En consecuencia, partir de una confesión para luego inventar el secreto. 
  38. Emborronar folios durante diez minutos exactos cada día. Al cabo de cada mes (y por ninguna razón antes) leer lo apuntado. Dicha lectura constituirá una grata sorpresa para su autor. Dado que escribió asociando libremente, el material acopiado será heterogéneo y muy aprovechable para ser transformado en texto literario.
  39. Contar lo diferente y no lo obvio de cada día.
  40. Trazarse un boceto de escritura "en ruta" y atrapar las ideas susceptibles de ser incorporadas a nuestra futura obra.
  41. Recopilar anécdotas ajenas y apropiarse de algún detalle de cada una o de su totalidad.
  42. Del intercambio de textos con otros escritores pueden surgir propuestas y comentarios reveladores.
  43. Imitar una página del texto de un escritor consagrado y comprobar el ensamblaje de las palabras.
  44. Rescatar la espontaneidad del niño. Jugar y crear con todo lo que se tiene a mano.

 

Apuntes sobre el arte de escribir cuentos Juan Bosh

Apuntes sobre el arte de escribir cuentos  Juan Bosh

El cuento es un género antiquísimo, que a través de los siglos ha tenido y mantenido el favor público. Su influencia en el desarrollo de la sensibilidad general puede ser muy grande, y por tal razón el cuentista debe sentirse responsable de lo que escribe, como si fuera un maestro de emociones o de ideas. Lo primero que debe aclarar una persona que se inclina a escribir cuentos es la intensidad de su vocación. Nadie que no tenga vocación de cuentista puede llegar a escribir buenos cuentos. Lo segundo se refiere al género. ¿Qué es un cuento?

La respuesta ha resultado tan difícil que a menudo ha sido soslayada incluso por críticos excelentes, pero puede afirmarse que un cuento es el relato de un hecho que tiene indudable importancia. La importancia del hecho es desde luego relativa, mas debe ser indudable, convincente para la generalidad de los lectores. Si el suceso que forma el meollo del cuento carece de importancia, lo que se escribe puede ser un cuadro, una escena, una estampa, pero no es un cuento. 

 "Importancia" no quiere decir aquí novedad, caso insólito, acaecimiento singular. La propensión a escoger argumentos poco frecuentes como tema de cuentos puede conducir a una deformación similar a la que sufren en su estructura muscular los profesionales del atletismo. Un niño que va a la escuela no es materia propicia para un cuento, porque no hay nada de importancia en su viaje diario a las clases; pero hay sustancia para el cuento si el autobús en que va el niño se vuelca o se  quema, o si al llegar a su escuela el niño halla que el maestro está enfermo o el edificio escolar se ha quemado la noche anterior.Aprender a discernir dónde hay un  tema para cuento es parte esencial de la técnica. Esa técnica es el oficio peculiar con que se trabaja el esqueleto de toda obra de creación: es la "tekné" de los griegos o, si se quiere, la parte de artesanado imprescindible en el bagaje del artista.

A menos que se trate de un caso excepcional, un buen escritor de cuentos tarda años en dominar la técnica del género, y la técnica se adquiere con la práctica más que con estudio. Pero nunca debe olvidarse que el género tiene una técnica y que ésta debe conocerse a fondo. Cuento quiere decir llevar cuenta de un hecho. La palabra proviene del latín computus, y es inútil tratar de rehuir el significado esencial que late en el origen de los vocablos. Una persona puede llevar cuenta de algo con números romanos, con números árabes, con signos algebraicos; pero tiene que llevar esa cuenta. No puede olvidar ciertas cantidades o ignorar determinados valores. Llevar cuenta es ir ceñido al hecho que se computa. El que no sabe llevar con palabras la cuenta de un suceso, no es cuentista.

De paso diremos que una vez adquirida la técnica, el cuentista puede escoger su propio camino, ser "hermético" o "figurativo" como se dice ahora, o lo que es lo mismo, subjetivo u objetivo; aplicar su estilo personal, presentar su obra desde su ángulo individual; expresarse como él crea que debe hacerlo. Pero no debe echarse en olvido que el género, reconocido como el más difícil en todos los idiomas, no tolera innovaciones sino de los autores que lo dominan en lo más esencial de su estructura.

El interés que despierta el cuento puede medirse por los juicios que les merece a críticos, cuentistas y aficionados. Se dice a menudo que el cuento es una novela en síntesis y que la novela requiere más aliento en el que la escribe. En realidad los dos géneros son dos cosas distintas; y es es más difícil lograr un buen libro de cuentos que una novela buena. Comparar diez páginas de cuento con las doscientas cincuenta de una novela es una ligereza. Una novela de esa dimensión puede escribirse en dos meses; un libro de cuentos que sea bueno y que tenga doscientas cincuenta páginas, no se logra en tan corto tiempo. La diferencia fundamental entre un género y el otro está en la dirección: la novela es extensa; el cuento es intenso.

 

El novelista crea caracteres y a menudo sucede que esos caracteres se le rebelan al autor y actúan conforme a sus propias naturalezas, de manera que con frecuencia una novela no termina como el novelista lo había planeado, sino como los personajes de la obra lo determinan con sus hechos. En el cuento, la situación es diferente; el cuento tiene que ser obra exclusiva del cuentista. Él es el padre y el dictador de sus Criaturas; no puede dejarlas libres ni tolerarles rebeliones. Esa voluntad de predominio del cuentista sobre sus personajes es lo que se traduce en tensión por tanto en intensidad. La intensidad de un cuento no es producto obligado, como ha dicho alguien, de su corta extensión; es el fruto de la voluntad sostenida con que el cuentista trabaja su obra. 

Probablemente es ahí donde se halla la causa de que el género sea tan difícil, pues el cuentista necesita ejercer sobre sí mismo una vigilancia constante, que no se logra sin disciplina mental y emocional; y eso no es fácil. Fundamentalmente, el estado de ánimo del cuentista tiene que ser el mismo para recoger su material que para escribir. Seleccionar la materia de un cuento demanda esfuerzo, capacidad de concentración y trabajo de análisis. A menudo parece más atrayente tal tema que tal otro; pero el tema debe ser visto no en su estado primitivo, sino como si estuviera ya elaborado.

El cuentista debe ver desde el primer momento su material organizado en tema, como si ya estuviera el cuento escrito, lo cual requiere casi tanta tensión como escribir. El verdadero cuentista dedica muchas horas de su vida a estudiar la técnica del género, al grado que logre dominarla en la misma forma en que el pintor consciente domina la pincelada: la da, no tiene que premeditarla. Esa técnica no implica, como se piensa con frecuencia, el final sorprendente. Lo fundamental en ella es mantener vivo el interés del lector y por tanto sostener sin caídas la tensión, la fuerza interior con que el suceso va produciéndose. El final sorprendente no es una condición imprescindible en el buen cuento. Hay grandes cuentistas, como Antón Chejov, que apenas lo usaron. "A la deriva", de Horacio Quiroga, no lo tiene, y es una pieza magistral. Un final sorprendente impuesto a la fuerza destruye otras buenas condiciones en un cuento. Ahora bien, el cuento debe tener su final natural como debe tener su principio.

No importa que el cuento sea subjetivo u objetivo; que el estilo del autor sea deliberadamente claro u oscuro, directo o indirecto: el cuento debe comenzar interesando al lector. Una vez cogido en ese interés el lector está en manos del cuentista y éste no debe soltarlo más. A partir del principio el cuentista debe ser implacable con el sujeto de su obra; lo conducirá sin piedad hacia el destino que previamente le ha trazado; no le permitirá el menor desvío. Una sola frase aun siendo de tres palabras, que no esté lógica y entrañablemente justificada por ese destino, manchará el cuento y le quitará esplendor y fuerza. Kippling refiere que para él era más importante lo que tachaba que lo que dejaba; Quiroga afirma que un cuento es una flecha disparada hacia un blanco y ya se sabe que la flecha que se desvía no llega al blanco.

La manera natural de comenzar un cuento fue siempre el "había una vez" o "érase una vez". Esa corta frase tenía -y tiene aún en la gente del pueblo- un valor de conjuro; ella sola bastaba para despertar el interés de los que rodeaban al relatador de cuentos. En su origen, el cuento no comenzaba con descripciones de paisajes, a menos que se tratara la presencia o la acción del protagonista; comenzaba con éste, y pintándola en actividad. Aún hoy, esa manera de comenzar es buena. El cuento debe iniciarse con el protagonista en acción, física o psicológica, pero acción; el principio no debe hallarse a mucha distancia del meollo mismo del cuento, a fin de evitar que el lector se canse.

Saber comenzar un cuento es tan importante como saber terminarlo. El cuentista serio estudia y practica sin descanso la entrada del cuento. Es en la primera frase donde está el hechizo de un buen cuento; ella determina el ritmo y la tensión de la pieza. Un cuento que comienza bien casi siempre termina bien. El autor queda comprometido consigo mismo a mantener el nivel de su creación a la altura en que la inició. Hay una sola manera de empezar un cuento con acierto: despertando de golpe el interés del lector. El antiguo "había una vez" o "érase una vez" tiene que ser suplido con algo que tenga su mismo valor de conjuro. El cuentista joven debe estudiar con detenimiento la manera en que inician sus cuentos los grandes maestros; debe leer, uno por uno, los primeros párrafos de los mejores cuentos de Maupassant, de Kipling, de Sherwood Anderson, de Quiroga, quien fue quizá el más consciente de todos ellos en lo que a la técnica del cuento se refiere.

Comenzar bien un cuento y llevarlo hacia su final sin una digresión, sin una debilidad, sin un desvío: he ahí en pocas palabras el núcleo de la técnica del cuento. Quien sepa hacer eso tiene el oficio de cuentista, conoce la "tekné" del género. El oficio es la parte formal de la tarea, pero quien no domine ese lado formal no llegará a ser buen cuentista. Sólo el que lo domine podrá transformar el cuento, mejorarlo con una nueva modalidad, iluminarlo con el toque de su personalidad creadora. 

Ese oficio es necesario para el que cuenta cuentos en un mercado árabe y para el que los escribe en una biblioteca de París. No hay manera de conocerlo sin ejercerlo. Nadie nace sabiéndolo, aunque en ocasiones un cuentista nato puede producir un buen cuento por adivinación de artista. El oficio es obra del trabajo asiduo, de la meditación constante, de la dedicación apasionada. Cuentistas de apreciables cualidades para la narración han perdido su don porque mientras tuvieron dentro de sí  temas escribieron sin detenerse a estudiar la técnica del cuento y nunca la dominaron; cuando la veta interior se agotó, les faltó la capacidad para elaborar, con asuntos externos a su experiencia íntima, la delicada arquitectura de un cuento. No adquirieron el oficio a tiempo, y sin el oficio no podían construir.

En sus primeros tiempos el cuentista crea en estado de semiinconsciencia. La acción se le impone; los personajes y sus circunstancias le arrastran; un torrente de palabras luminosas se lanza sobre él. Mientras ese estado de ánimo dura, el cuentista tiene que ir aprendiendo la técnica a fin de imponerse a ese mundo hermoso y desordenado que abruma su mundo interior. El conocimiento de la técnica le permitirá señorear sobre la embriagante pasión como Yavé sobre el caos. Se halla en el momento apropiado para estudiar los principios en que descansa la profesión de cuentista, y debe hacerlo sin pérdida de tiempo. Los principios del género, no importa lo que crean algunos cuentistas noveles, son inalterables; por lo menos, en la medida en que la obra humana lo es.

La búsqueda y la selección del material es una parte importante de la técnica; de la búsqueda y de la selección saldrá el tema. Parece que estas dos palabras -búsqueda y selección- implican lo mismo: buscar es seleccionar. Pero no es así para el cuentista. Él buscará aquello que su alma desea; motivos campesinos o de mar, episodios de hombres del pueblo o de niños, asuntos de amor o de trabajo. Una vez obtenido el material, escogerá el que más se avenga con su concepto general de la vida y con el tipo de cuento que se propone escribir.

Esa parte de la tarea es sagradamente personal; nadie puede intervenir en ella. A menudo la gente se acerca a novelistas y cuentistas para contarles cosas que le han sucedido, "temas para novelas y cuentos" que no interesan al escribir porque nada le dicen a su sensibilidad. Ahora bien, si nadie debe intervenir en la selección del tema, hay un consejo útil que dar a los cuentistas jóvenes: que estudien el material con minuciosidad y seriedad; que estudien concienzudamente el escenario de su cuento, el personaje y su ambiente, su mundo psicológico y el trabajo con que se gana la vida.

Escribir cuentos es una tarea seria y además hermosa. Arte difícil, tiene el premio en su propia realización. Hay mucho que decir sobre él. Pero lo más importante es esto: El que nace con la vocación de cuentista trae al mundo un don que está en la obligación de poner al servicio de la sociedad. La única manera de cumplir con esa obligación es  desenvolviendo sus dotes naturales, y para lograrlo tiene que aprender todo lo relativo a su oficio; qué es un cuento y qué debe hacer para escribir buenos cuentos. Si encara su vocación con seriedad, estudiará a conciencia, trabajará, se afanará por dominar el género, que es sin duda muy rebelde, pero dominable. Otros lo han logrado. Él también puede lograrlo.

 II

El cuento es un género literario escueto, al extremo de que un cuento no debe construirse sobre más de un hecho. El cuentista, como el aviador, no levanta vuelo para ira todas partes y ni siquiera a dos puntos a la vez; e igual que el aviador se halla forzado a saber con seguridad adonde se dirige antes de poner la mano en las palancas que mueven su máquina.

La primera tarea que el cuentista de e imponerse es la de aprender a distinguir con precisión cuál hecho puede ser tema de un cuento. Habiendo dado con un hecho, debe saber aislarlo, limpiarlo de apariencias hasta dejarlo libre de todo cuanto no sea expresión legítima de su sustancia; estudiarlo con minuciosidad y responsabilidad. Pues cuando el cuentista tiene ante sí un hecho en su ser más auténtico, se halla frente a un verdadero tema. El hecho es el tema, y en el cuento no hay lugar sino para un tema.

Ya he dicho que aprender a discernir dónde hay un tema de cuento es parte esencial de la técnica del cuento. Técnica, entendida en la “tekné” griega, es esa parte de oficio o artesanado indispensable para construir una obra de arte. Ahora bien, el arte del cuento consiste en situarse frente a un hecho y dirigirse á él resueltamente, sin darles caracteres de hechos a los sucesos que marcan el camino hacia el hecho; todos esos están subordinados al hecho hacia el cual va el cuentista; él es el tema.

Aislado el tema, y debidamente estudiado desde todos sus ángulos, el cuentista puede aproximarse a él como más le plazca, con el lenguaje que le sea habitual o connatural, en forma directa o indirecta. Pero en ningún momento perderá de vista que se dirige hacia ese hecho y no a otro punto. Toda palabra que pueda darle categoría de tema a un acto de los que se presentan en esa marcha hacia el tema, toda palabra que desvíe al autor un milímetro del tema, están fuera de lugar y deben ser aniquiladas tan pronto aparezcan; toda idea ajena al asunto escogido es yerba mala, que no dejará crecer la espiga del cuento con salud, y la yerba mala, como aconseja el Evangelio, debe ser arrancada de raíz.

Cuando el cuentista esconde el hecho a la atención del lector, lo va sustrayendo frase a frase de la visión de quien lo lee pero lo mantiene presente en el fondo de la narración y no lo muestra sino sorpresivamente en las cinco o seis palabras finales del cuento, ha construido el cuento según la mejor tradición del género. Pero los casos en que puede hacer esto sin deformar el curso natural del relato no abundan. Mucho más importante que el final de sorpresa es mantener en avance continuo la marcha que lo lleva del punto de partida al hecho que ha escogido como tema. Si el hecho se halla antes de llegar al final, es decir, si su presencia no coincide con la última escena del cuento, pero la manera de llegar a él fue recta y la marcha se mantuvo en iritmo apropiado, se ha producido un buen cuento.

Todo lo contrario resulta si el cuentista está dirigiéndose hacia dos hechos; en ese caso la marcha será zigzagueante, la línea no podrá ser recta, lo que el cuentista tendrá al final será una página confusa, sin carácter; cualquier cosa, pero no un cuento. Hace poco recordaba que cuento quiere decir llevar la cuenta de un hecho. El origen de la palabra que define el género está en el vocablo latino “computus”, el mismo que hoy usamos para indicar que llevamos cuenta de algo. Hay un oculto sentido matemático en la rigurosidad del cuento; como en las  matemáticas, en el cuento no puede haber confusión de valores.

El cuentista avezado sabe que su tarea es llevar al lector hacia ese hecho que ha escogido como tema; y que debe llevarlo sin decirle en qué consiste el hecho. En ocasiones resulta útil desviar la atención del lector haciéndole creer, mediante una frase discreta, que el hecho es otro. En cada párrafo, el lector deberá pensar que ya ha llegado al corazón del tema; sin embargo no está en él y ni siquiera ha comenzado a entrar en el círculo de sombras o de luz que separa el hecho del resto del relato. 

El cuento debe ser presentado al lector como un fruto de numerosas cáscaras que van siendo desprendidas a los ojos de un niño goloso. Cada vez que comienza a caer una de las cáscaras, el lector esperará la almendra de la fruta; creerá que ya no hay cortezas y que ha llegado el momento de gustar el anhelado manjar vegetal. De párrafo en párrafo, la acción interna y secreta del cuento seguirá por debajo de la acción externa* y visible; estará oculta por las acciones accesorias, por una actividad que en verdad no tiene otra finalidad que conducir al lector hacia el hecho. En suma, serán cáscaras que al desprenderse irán acercando el fruto a la boca del goloso.

Ahora bien, en cuanto al hecho que da el tema, ¿cómo conviene que sea? Humano, o por lo menos humanizado. Lo que pretende el cuentista es herir la sensibilidad o estimular las idea del lector; luego, hay que dirigirse a él a través de sus sentimientos o de su pensamiento. En las fábulas de Esopo como en los cuentos de Rudyard Kipling, en los relatos infantiles de Andersen como en las parábolas de Oscar Wilde, animales, elementos y objetos tienen alma humana. La experiencia íntima del hombre no ha traspasado los límites de su propia esencia; para él, el universo infinito y la materia mensurable existen como reflejo de su ser. A pesar de la creciente humildad a que lo somete la ciencia, él seguirá siendo por mucho tiempo el rey de la creación, que vive orgánicamente en función de señor supremo de la actividad universal. Nada interesa al hombre más que el hombre mismo. El mejor tema para un cuento será siempre un hecho humano, o por lo menos relatado en términos esencialmente humanos.

La selección del tema es un trabajo serio y hay que acometerlo con seriedad. El cuentista debe ejercitarse en el arte de distinguir con precisión cuándo un tema es apropiado para un cuento. En esta parte de la tarea entra a jugar el don nato del relatador. Pues sucede que el cuento comienza a formarse en el acto, en ese instante de la selección del hecho-tema. Por sí solo, el tema no es en verdad el germen del cuento, pero se convierte en tal germen precisamente en el momento
en que el cuentista lo escoge por tema.

Si el tema no satisface ciertas condiciones, el cuento será pobre o francamente malo aunque su autor domine a perfección la manera de presentarlo. Lo pintoresco, por ejemplo, no tiene calidad para servir de tema; en cambio puede serlo, y muy bueno, para un artículo de costumbre o para una página de buen humor.

El tema requiere un peso específico que lo haga universal. Puede ser muy local en su apariencia, pero debe ser universal en su valor intrínseco. El sufrimiento, el amor, el sacrificio, heroísmo, la generosidad, la crueldad, la avaricia, son valores universales, positivos o negativos, aunque se presenten en hombres y mujeres cuyas vidas no traspasan las linde de lo local; son universales en el habitante de las grandes ciudades, en el de la jungla americana o en el de los iglús esquimales.

Todo lo dicho hasta ahora se resume en estas pocas palabras: si bien el cuentista tiene que tomar un hecho y aislarlo de sus apariencias para construir sobre él su obra, no basta para el caso un hecho cualquiera; debe ser un hecho humano que conmueva a los hombre, y debe tener categoría universal. De esa especie de hechos está lleno el mundo; están llenos los días y las horas, y a donde quiera que el cuentista vuelva los ojos hallará hechos que son buenos temas.

Ahora bien, si en ocasiones esos hechos que nos rodean se presentan en tal forma que bastaría con relatarlos para tener cuentos, lo cierto es que comúnmente el cuentista tiene que estudiar el hecho para saber cuál de sus ángulos servirá para un cuento. A veces el cuento está determinado por la mecánica misma del hecho, pero también puede estarlo por su esencia, por sus motivaciones o por su apariencia formal. Un ladronzuelo cogido in fraganti puede dar un cuento excelente si quien lo sorprende robando es un hermano, agente de policía, o si la causa del robo es el hambre de la madre del descuidero; y puede ser también un magnífico cuento si se trata del primer robo del autor y el cuentista sabe presentar el desgarrón psicológico que supone traspasar la barrera que hay entre el mundo normal y el mundo de los delincuentes. 

En los tres casos el hecho-tema sería distinto; en el primero, se hallaría en la circunstancia de que el hermano del ladrón es agente de policía; en el segundo, en el hambre de la madre; en el tercero, en el desgarrón psicológico. De donde puede colegirse por qué hemos insistido en que el hecho que sirve de tema debe estar libre de apariencias y de todo cuanto no sea expresión legítima de su sustancia. Pues en estos tres posibles cuentos el tema parece ser de captura del ladronzuelo mientras roba, y resulta que hay tres temas distintos, y en los tres la captura del joven delincuente es un camino hacia el corazón del hecho-tema.

Aprender a ver un tema, saber seleccionarlo, y aún dentro de él hallar el aspecto útil para desarrollar el cuento, es parte importantísima en el arte de escribir cuentos. La rígida disciplina mental y emocional que el cuentista ejerce sobre sí mismo comienza a actuar en el acto de escoger el tema. Los personajes de una novela contribuyen en la redacción del relato por cuanto sus caracteres, una vez creados, determinan en mucho el curso de la acción. Pero en el cuento toda la obra es del cuentista y esa obra está determinada sobre todo por la calidad del tema. Antes de sentarse a escribir la primera palabra, el cuentista debe tener una idea precisa de cómo va a desenvolver su obra. Si esta regla no se sigue, el resultado será débil. Por caso de adivinación, en un cuentista nato de gran poder, puede darse un cuento muy bueno sin seguir esta regla; pero ni aún el mismo autor podra garantizar de antemano qué saldrá de su trabajo cuando ponga la palabra final. En cambio, otra cosa sucede si el cuentista trabaja conscientemente y organiza su construcción al nivel del tema que elige.

Así como en la novela la acción está determinada por los caracteres de sus protagonistas, en el cuento el tema da la acción. La diferencia más drástica entre el novelista y el cuentista se halla en que aquel sigue a sus personajes mientras que éste tiene que gobernarlos. La acción del cuento está determinada por el tema pero tiene que ser dictatorialmente regida por el cuentista; no puede desbordarse ni cumplirse en todas sus posibilidades, sino únicamente en los términos estrictamente imprescindibles al desenvolvimiento del cuento y entrañablemente vinculados al tema. 

Los personajes de una novela pueden dedicar diez minutos a hablar de un cuadro que no tiene función en la trama de la novela; en un cuento no debe mencionarse siquiera en cuadra si él no es parte importante en el curso de la acción. El cuento es el tigre de la fauna literaria; si le sobra un kilo de grasa o de carne, no podrá garantizar la cacería de sus víctimas. Huesos, músculos, piel, colmillos y garras nada más, el tigre está creado para atacar y dominar a las otras bestias de la selva. Cuando los años le agregan grasa a su peso, le restan elasticidad en los músculos, aflojan sus colmillos o debilitan sus poderosas garras, el majestuoso tigre se halla condenado a morir de hambre.

El cuentista debe tener alma de tigre para lanzarse contra el lector, o   instinto de tigre para seleccionar el tema y calcular con exactitud a qué  distancia está su víctima y con qué fuerza debe precipitarse sobre ella.Pues  sucede que en la oculta trama de ese arte difícil que es escribir cuentos, el lector y el tema tienen un mismo corazón. Se dispara a uno para herir al otro. Al dar su salto asesino hacia el tema, el tigre de la fauna literaria está saltando también sobre el lector.

III

 Hay una acepción del vocablo “estilo” que lo identifica con el modo, la forma, la manera particular de hacer algo. Según ella, el uso, la práctica o la costumbre en la ejecución de ésta o aquella obra implica un conjunto de reglas que debe ser tomado en cuenta a la hora de realizar esa obra.

¿Se conoce algún estilo, en el sentido de modo o forma, en la tarea de escribir cuentos? Sí. Pero como cada cuento es un universo en sí mismo, que demanda el don creador en quien lo realiza, hagamos desde este momento una distinción precisa: el escritor de cuentos es un artista; y para el artista -sea cuentista, novelista, poeta, escultor, pintor, músico- las reglas son leyes misteriosas, escritas para él por un senado sagrado que nadie conoce; y esas leyes son ineludibles.

Cada forma, en arte, es producto de una suma de reglas, y en cada conjunto de reglas hay divisiones: las que dan a una obra su carácter como género, y las que rigen la materia con que se realiza. Unas y otras se mezclan para formar el todo de la obra artística, pero las que gobiernan la materia con que esa obra se realiza resultan determinantes en la manera peculiar de expresarse que tiene el artista.

En el caso del autor de cuentos, el medio de creación de que se sirve es la lengua, cuyo mecanismo debe conocer a cabalidad.

Del conjunto de reglas hagamos abstracción de las que gobiernan la materia expresiva. Esas son el bagaje primario del artista, y con frecuencia él las domina sin haberlas estudiado a fondo. Especialmente en el caso de la lengua, parece no haber duda de que el escritor nato trae al mundo un conocimiento instintivo de su mecanismo que a menudo resulta sorprendente, aunque tampoco parece haber duda de que ese don mejora mucho cuando el conocimiento instintivo se lleva a la conciencia por la vía del estudio.

Hagamos abstracción también de las reglas que se refieren a la manera peculiar de expresarse de cada autor. Ellas forman el estilo personal, dan el sello individual, la marca divina que distingue al artista entre la multitud de sus pares. Quedémonos por ahora con las reglas que confieren carácter a un género dado; en nuestro caso, el cuento. Esas reglas establecen la forma, el modo de producir un cuento.

La forma es importante en todo arte. Desde muy antiguo se sabe que en lo que atañe a la tarea de crearla, la expresión artística se descompone en dos factores fundamentales: tema y forma. En algunas artes la forma tiene más valor que el tema; ese es el caso de la escultura, la pintura y la poesía, sobre todo en los últimos tiempos.

La estrecha relación de todas las artes entre sí, determinada por el carácter que le imprime al artista la actitud del conglomerado social ante los problemas de su tiempo -de su generación-, nos lleva a tomar nota de que a menudo un cambio en el estilo de ciertos géneros artísticos influye en el estilo de otros. No nos hallamos ahora en el caso de investigar si en realidad se produce esa influencia con intensidad decisiva o si todas las artes cambian de estilo a causa de cambios profundos introducidos en la sensibilidad social por otros factores. Pero debemos admitir que hay influencias. Aunque estamos hablando del cuento, anotemos de paso que la escultura, la pintura y la poesía de h se realizan con la vista puesta en la forma más que en el tema. Esto puede parecer una observación estrafalaria, dado que precisamente esas artes han escapado a las leyes de la forma al abandonar sus antiguos modos de expresión. Pero en realidad, lo que abandonaron fue su sujeción al tema para entregarse exclusivamente a la forma. La pintura y la escultura abstractas son sólo materia y forma, y el sueño de sus cultivadores es expulsar el tema en ambos géneros. La poesía actual se inclina a quedarse en las palabras y la manera de usarlas, al grado que muchos poemas modernos que nos emocionan no resistirían un análisis del tema que los llevan dentro.

Volveremos sobre este asunto más tarde. Por ahora recordemos que hay un arte en el que tema y forma tienen igual importancia en cualquier época: es la  música. No se concibe música sin tema, lo mismo en el Mozart del siglo XVIII que en el Partok del siglo XX. Por otra parte, el tema musical no podría existir sin la forma que lo explica debido a que la música debe ser interpretada por terceros. Pero en la novela y en el cuento, que no tienen intérpretes sino espectadores del orden intelectual, el tema es más importante que la forma, y desde luego mucho más importante que el estilo con que el autor se expresa.

Todavía más: en el cuento el tema importa más que en la novela. Pues en su sentido estricto, el cuento es el relato de un hecho, un solo, y ese hecho —que es el tema— tiene que ser importante, debe tener importancia por sí mismo, no por la manera de presentarlo.

Ante dije que “un cuento no puede construirse sobre más de un hecho. El cuentista, como el aviador, no levanta vuelo para ir a todas partes y ni siquiera a dos puntos a la vez; e igual que el aviador, se halla forzado a saber con seguridad adonde se dirige antes de poner la mano en las palancas que mueven su máquina”.

La convicción de que el cuento tiene que ceñirse a un hecho, y sólo a uno, es lo que me ha llevado a definir el género como “el relato de un hecho que tiene indudable importancia”. A fin de evitar que el cuentista novel entendiera por hecho de indudable importancia un suceso poco común, expliqué en esa misma oportunidad que “la importancia del hecho es desde luego relativa; mas debe ser  indudable, convincente para la generalidad de los lectores”; y más adelante decía que “importancia no quiere decir aquí novedad, caso insólito, acaecimiento singular. La propensión a escoger argumentos poco frecuentes como temas de cuentos puede conducir a una deformación similar a la que sufren en sus estructuras musculares los profesionales del atletismo”.

Hasta ahora se ha tenido la brevedad como una de las leyes fundamentales del cuento. Pero la brevedad es una consecuencia natural de la esencia misma del género, no un requisito de la forma. El cuento es breve porque se halla limitado a relatar un hecho y nada más que uno. El cuento puede ser largo, y hasta muy largo, si se mantiene como relato de un solo hecho. No importa que un cuento esté escrito en cuarenta páginas, en sesenta, en ciento diez; siempre conservará sus características si es el relato de un solo acontecimiento, así como no las tendrá si se dedica a relatar más de uno, aunque lo haga en una sola página.

Es probable que el cuento largo se desarrolle en el porvenir como el tipo de obra literaria de más difusión, pues el cuento tiene la posibilidad de llegar al nivel épico sin correr el riesgo de meterse en el terreno de la epopeya, y alcanzar ese nivel con personajes y ambientes cotidianos, fuera de las fronteras de la historia y en prosa monda y lironda, es casi un milagro que confiere al cuento una categoría artística en verdad extraordinaria.

“El arte del cuento consiste en situarse frente a un hecho y dirigirse a él
resueltamente, sin darles caracteres de hechos a los sucesos que marcan el camino hacia el hecho...” dije antes. Obsérvese que el novelista sí da
caracteres de hechos a los sucesos que marcan el camino hacia el hecho central que sirve de tema a su relato; y es la descripción de esos sucesos -a los que podemos calificar de secundarios- y su entrelazamiento con el suceso principal, lo que hace de la novela un género de dimensiones mayores, de ambiente más variado, personajes más numerosos y tiempo más largo que el cuento.

El tiempo del cuento es corto y concentrado. Esto se debe a que es el
tiempo en que acaece un hecho -uno solo, repetimos-, y el uso de ese tiempo en función de caldo vital del relato exige del cuentista una capacidad especial para tomar el hecho en su esencia, en las líneas más puras de la acción.

Es ahí, en lo que podríamos llamar el poder de expresar la acción sin desvirtuarla con palabras, donde está el secreto de que el cuento pueda elevarse a niveles épicos. Thomas Mann sintió el aliento épico en algunos cuentos de Chejov —y sin duda de otros autores—, pero no dejó constancia de que conociera la causa de ese aliento. La causa está en que la epopeya -el héroe- es un artista de la acción pura, un cuentista lleva a categoría épica el relato de un hecho realizado por hombres y mujeres que no son héroes en el sentido convencional de la palabra, el cuentista tiene el don de crear la atmósfera de la epopeya sin verse obligado a recurrir a los grandes actores del drama histórico y a los episodios en que figuraron. ¿No es esto un privilegio en el mundo del arte?

Aunque hayamos dicho que en el cuento el tema importa más que la forma, debemos reconocer que hay una forma -en cuanto manera, uso o práctica de hacer algo- para poder expresar la acción pura, y que sin sujetarse a ella no hay cuento de calidad. La mayor importancia del tema en el género cuento no significa, pues, que la forma puede ser manejada a capricho por el aspirante a cuentista. Si lo fuera, ¿cómo podríamos distinguir entre cuento, novela e historia, géneros parecidos pero diferentes?

Para el cuento hay una forma. ¿Cómo se explica, pues, que en los últimos tiempos, en la lengua española —porque no conocemos caso parecido en
otros idiomas— se pretenda escribir cuentos que no son cuentos en el orden estricto del vocablo?  A pesar de la familiaridad de los géneros, una novela no puede ser escrita con forma de cuento o de historia, ni un cuento con forma de novela o de, relato histórico, ni una historia como si fuera novela o cuento.

Un eminente crítico chileno escribió hace algunos años que “junto al cuento tradicional” al cuento “que puede contarse”, con principio, medio y fin, el conocido y clásico, existen otros que flotan elásticos, vagos, sin contornos definidos ni organización rigurosa. Son interesantísimos y, a veces, de una extremada delicadeza; superan a menudo a sus parientes de antigua prosapia; pero ¿cómo negarlo, cómo discutirlo? Ocurre que no son cuentos; son otra cosa: divagaciones, relatos, cuadros, escenas, retratos imaginarios, estampas, trozos o momentos de vida; son y pueden ser mil cosas más; pero, insistimos, no son cuentos, no deben llamarse cuentos. Las palabras, los nombres, los títulos, calificaciones y clasificaciones tienen por objeto aclarar y distinguir, no obscurecer o confundir las cosas. Por eso al pan conviene llamarlo pan. Y al cuento, cuento.

Pero sucede que como hemos dicho hace poco, un cambio en el estilo de ciertos géneros artísticos se refleja en el estilo de otros. La pintura, la escultura y la poesía están dirigiéndose desde hace algún tiempo a la síntesis de materia y forma, con abandono del tema; y esta actitud de pintores, escultores y poetas ha influido en la concepción del cuento americano, o el cuento de nuestra lengua ha resultado influido por las misma causas que han determinado el cambio de estilo en pintura, escritura y poesía.

Por una o por otra razón, en los cuentistas nuevos de América se advierte una marcada inclinación a la idea de que el cuento debe acumular imágenes literarias sin relación con el tema. Se aspira a crear un tipo de cuento —el llamado “cuento abstracto”—, que acaso podrá llegar a ser un género literario nuevo, producto de nuestro agitado y confuso siglo XX, pero que no es ni será cuento.

Ahora bien, ¿cuál es la forma del cuento? En apariencia, la forma está implícita en el tipo de cuento que se quiera escribir. Los hay se dirigen a relatar a acción, sin más consecuencias; los hay cuya finalidad es delinear un carácter ó destacar el aspecto saliente de una personalidad; otros ponen de manifiesto problemas sociales, políticos, emocionales colectivos o individuales; otros buscan conmover al lector, sacudiendo su sensibilidad con la presentación de un hecho trágico o dramático, en cada caso el cuentista tiene que ir desenvolviendo el tema en forma apropiada a los fines que persigue.

Pero esa forma es la de cada cuento y cada autor; la que cambia y se ajusta no sólo al tipo de cuento que se escribe sino también a la manera de escribir del cuentista. Diez cuentistas diferentes pueden escribir diez cuentos  dramáticos, tiernos, humorísticos, con diez temas distintos y con diez formas de expresión que no se parezcan entre sí; y los diez cuentos pueden ser diez obras maestras.

Hay, sin embargo, una forma sustancial; la profunda, la que el lector corriente no aprecia, a pesar de que a ella y sólo a ella se debe que el cuento que está leyendo le mantenga hechizado y atento al curso de la acción que va desarrollándose en el relato o al destino de los personajes que figuran en él. De manera intuitiva o consciente, esa forma ha sido cultivada con esmero por todos los maestros del cuento.

Esa forma tiene dos leyes ineludibles, iguales para el cuento hablado y para el escrito; que no cambian por el cuento sea dramático, trágico, humorístico, social, tierno, de ideas, superficial o profundo; que rigen el alma del género lo mismo cuando los personajes son ficticios que cuando son reales, cuando son animales o plantas, agua o aire, seres humanos, aristócratas, artistas o peones. La primera ley es la ley de la fluencia constante.

La acción no puede detenerse jamás; tiene que correr con libertad en el
cauce que le haya fijado el cuentista, dirigiéndose sin cesar al fin que
persigue el autor; debe correr sin obstáculos y sin meandros; debe moverse al ritmo que imponga el tema —más lento más vivaz—, pero moverse siempre. La acción puede ser objetiva o subjetiva, externa o interna, física o psicológica; puede incluso ocultar el hecho que sirve de tema si el cuentista desea sorprendernos con un final inesperado. Pero no puede detenerse.

Es en la acción donde está la sustancia del cuento. Un cuento tierno debe
ser tierno porque la acción en sí misma tenga cualidad de ternura, no porque las palabras con que se escribe el relato aspiren a expresar ternura; un cuento dramático lo es debido a la categoría dramática del hecho que le da vida, no por el valor literario de las imágenes que lo exponen. Así, pues, la acción por sí misma, y por su única virtualidad, es lo que forma el cuento. Por tanto, la acción debe producirse sin estorbos, sin que el cuentista se entrometa en su discurrir buscando impresionar al lector con palabras ajenas al hecho para convencerlo de que el autor ha captado bien la atmósfera del suceso.

La segunda ley se infiere de lo que acabamos de decir y puede expresarse
así: el cuentista debe usar sólo las palabras indispensables para expresar la acción. La palabra puede exponer la acción pero no puede suplantarla. Miles de frases son incapaces de decir tanto como una acción. En el cuento la frase justa y necesaria es la que dé paso a a la acción, en el estado de mayor pureza que pueda ser compatible con la tarea de expresarla a través de palabras y con la manera peculiar que tenga cada cuentista de usar su propio léxico.

Toda palabra que no sea esencial al fin que se ha propuesto el cuentista resta fuerza a la dinámica del cuento y por tanto lo hiere en el centro mismo de su alma. Puesto que el cuentista debe ceñir su relato al tratamiento de un solo hecho —y de no ser así no está escribiendo un cuento—, no se haya autorizado a desviarse de él con frases que alejen al lector del cauce que sigue la acción.

Podemos comparar el cuento con un hombre que sale de su casa a evacuar una diligencia. Antes de salir ha pensado por dónde irá, qué calles tomará, qué vehículo usará; a quién se dirigirá, qué le dirá. Lleva un propósito conocido. No ha salido a ver qué encuentra, sino que sabe lo que busca.

Ese hombre no se parece al que divaga, pasea; se entretiene mirando flores en un parque, oyendo hablar a dos niños, observando una bella mujer que pasa; entra en un museo para matar el tiempo; se mueve de cuadro en cuadro; admira aquí el estilo impresionista de un pintor y más allá el arte abstracto de otro.

Entre esos dos hombres, el modelo del cuentista debe ser el primero, el que se ha puesto en acción para alcanzar algo. También el cuento es un tema en acción para llegar a un punto. Y así como los actos del hombre de marras están gobernados por sus necesidades, así la forma del cuento está regida por su naturaleza activa.

En la naturaleza, activa del cuento reside su poder de atracción, que alcanza a todos los hombres de todas las razas en todos los tiempos.

Caracas, septiembre de 1958.

Los comienzos

Los comienzos

¿Existe una fórmula para captar la atención del lector desde las primeras líneas? Hay quienes creen que sí y estudian los íncipit famosos. El secreto de Vargas Llosa

¿Quién no empezó una vez un libro y lo abandonó a los pocos párrafos? Y, al revés, ¿cuántas novelas nos han cautivado desde el primer instante al punto de ya no poder dejarlas? Corto o largo, informativo o misterioso, clásico o informal, ¿cuál es el mejor modo de empezar un libro?

Íncipit es el nombre técnico de esas primeras palabras o primera frase de un texto (del latín incipio: empezar) a los que muchos atribuyen una importancia fundamental. A no confundir con el prólogo, que no forma parte del relato en sí. El íncipit es parte de él.

Se trata, ni más ni menos, que de seducir al lector, cautivarlo, intrigarlo, interpelarlo, hasta provocarlo -todo vale, con tal de que no deje de lado el libro, sobre todo en estas épocas de tanto estímulo audiovisual.

Es esa captatio benevolentiae -de la literatura, pero también de la retórica- por la cual el autor o el orador buscan atraer la atención y la buena predisposición del lector u oyente.

De pequeños, incluso antes de saber leer, nos acostumbramos a escuchar ese "había una vez" de los cuentos, con su promesa de aventuras y fantasías, el "ábrete sésamo" a la imaginación. Muchas novelas consagradas se abren con una fórmula que no es sino recreación de aquella tradicional. "Una tarde extremadamente calurosa de principios de julio, un joven salió de la reducida habitación que tenía alquilada en la callejuela de S... y, con paso lento e indeciso, se dirigió al puente K..."; así se inicia Crimen y castigo de Fedor Dostoievski.

Existen incipit célebres, que tantos conocen hasta de memoria, como los primeros Versos sencillos del cubano José Martí (Yo soy un hombre sincero/ de donde crece la palma, / y antes de morirme quiero / echar mis versos del alma)) o la primera estrofa del poema gauchesco argentino Martín Fierro de José Hernández (Aquí me pongo a cantar / al compás de la vigüela, / que el hombre que lo desvela / una pena extraordinaria / como la ave solitaria / con el cantar se consuela). Y también los primeros versos de la Divina Comedia de Dante: "En medio del camino de la vida / me encontré en una selva oscura / porque la recta vía había perdido."

No hay duda de la importancia de los incipit, al punto que existen fanáticos en todo el mundo, coleccionistas podría decirse, sitios web especializados y rankings como el de la American Book Review que elaboró una lista con los que considera los cien mejores.

Un favorito:
En el podio de los más logrados suele encontrarse siempre el Call me Ishmael (Llámenme Ismael) de Herman Melville; entre sus fans figura el flamante premio Nobel de Literatura, Mario Vargas Llosa ("me impresionó mucho la primera frase de Moby Dick", dijo una vez). El escritor chileno Roberto Ampuero explicó en una entrevista reciente con el diario argentino Perfil el por qué de su preferencia por ese incipit: "Primero, porque es la entrada a Moby Dick, una de mis novelas favoritas. Segundo, porque legitima de golpe el derecho a una narración en primera persona. Tercero, porque incorpora una dosis de ambigüedad e incertidumbre en el lector: la frase no garantiza que Ishmael sea Ishmael. ¿Qué más puedes alcanzar con tres palabras?".

Otro del mismo estilo que el de Melville es el "Hoy ha muerto mamá" con el que se abre El Extranjero del francés Albert Camus, premio Nobel de Literatura 1957 Como en Moby Dick, se nos anuncia el relato en primera persona pero también se nos transmite desde el principio la mirada despojada, distante, con la cual el personaje contempla el mundo -y su absurdo- durante todo el libro. Las palabras que siguen a esa primera frase son tanto o más escuetas: "Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé", con lo cual el autor subraya la condición de ajeno -de "extranjero"- del personaje en relación a acontecimientos de la vida que trastornan a sus congéneres.

Usualmente el íncipit informa (lugar, tiempo, personajes), interesa (todo recurso vale) y establece el contrato de lectura (anunciando el código con el cual se debe descifrar el texto o, dicho más sencillamente, el género). En la novela negra, es frecuente que el autor nos arroje de lleno en medio de la trama, sin preámbulos, al modo en que lo hace uno de los maestros del género, James Hadley Chase, en Con las mujeres nunca se sabe: "La cueva de ratas que me habían alquilado como oficina estaba en el sexto piso de un destartalado edificio ubicado en un extremo de la playa San Luis". Y lo que sí se sabe de inmediato es que habrá mucha acción.

Pero estas funciones del íncipit no son necesariamente razonadas por el autor de un libro, sino que resultan de la categorización a posteriori de los analistas de textos. Lo más probable es que en el escritor haya más espontaneidad que cálculo. Ello explica la amplia variedad de introitos que podemos encontrar y su gran originalidad.
Lo bueno, si breve...

"Qué importante es la primera frase de una novela", dijo el peruano Mario Vargas Llosa, mucho antes de ser galardonado con el Nobel de Literatura, en mayo de 2000, entrevistado por El Comercio de Perú. "El comienzo nos introduce en el universo de la historia". Y en el diálogo va recordando otros íncipit, como el de La Condición Humana de André Malraux ("¿Intentaría Chen levantar el mosquitero?"). O el de Las Ruinas Circulares de Borges ("Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche"). O el de La Metamorfosis" de Kafka ("Esa mañana, después de una noche de sueños intranquilos, Gregorio Samsa comprendió que se había convertido en un enorme insecto").

Todas invitaciones a leer más. Como el de Gabriel García Márquez en sus Cien años de soledad: "Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo".

Si el incipit es bueno, con poco nos dirá mucho. La brevedad acentúa la contundencia y, si además crea intriga, el objeto estará logrado. Pero no existen reglas en cuanto a la extensión y hay excepciones al "cuanto más breve, mejor". Una de ellas es El señor presidente del guatemalteco Miguel Angel Asturias que se abre con la larga repetición de una palabra como un conjuro que busca crear un clima peculiar a través de la cacofonía: "¡Alumbra, lumbre de alumbre, Luzbel de piedralumbre! Como zumbido de oídos persistía el rumor de las campanas a la oración, maldoblestar de la luz en la sombra, de la sombra en la luz. ¡Alumbra, lumbre de alumbre, Luzbel de piedralumbre, sobre la podredumbre! ¡Alumbra, lumbre de alumbre, sobre la podredumbre, Luzbel de piedralumbre! ¡Alumbra, alumbra, lumbre de alumbre..., alumbre..., alumbra..., alumbra, lumbre de alumbre..., alumbre..., alumbra..., alumbra, lumbre de alumbre..., alumbra, alumbre...!"

Como éste, otro íncipit que juega con el sonido es el de Vladimir Nabokov en Lolita, pero la traducción traiciona la musicalidad del inglés original: "Lolita, light of my life, fire of my loins. My sin, my soul. Lo-lee-ta: the tip of the tongue taking a trip of three steps down the palate to tap, at three, on the teeth. Lo.Lee. Ta." ("Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo.Li.Ta.").

Otro incipit venerado es el de Marcel Proust en Por el camino de Swan: "Mucho tiempo he estado acostándome temprano", que preanuncia el relato intimista. Y un caso de comienzo cautivante, infalible si se tienen 20 abriles al sumergirse en sus páginas, es el de Paul Nizan en Aden Arabia: "Yo tenía veinte años; no permitiré a nadie decir que es la edad más bella de la vida."

Pequeño, peludo y suave

De estilo muy diferente es el de Platero y yo, del español y también Nobel de Literatura, Juan Ramón Jiménez, que por su sencillez es modelo para el análisis sintáctico en muchas escuelas: "Platero es pequeño, peludo, suave".

"Cuando yo tenía seis años vi en un libro sobre la selva virgen que se titulaba Historias vividas, una magnífica lámina. Representaba una serpiente boa que se tragaba a una fiera". Así se inicia el inolvidable Principito, de Antoine de Saint-Exupéry.

La inocencia de estos comienzos contrasta con la invocación que abre el Facundo del argentino Domingo F. Sarmiento: "¡Sombra terrible de Facundo, voy a evocarte, para que, sacudiendo el ensangrentado polvo que cubre tus cenizas, te levantes a explicarnos la vida secreta y las convulsiones internas que desgarran las entrañas de un noble pueblo!"

Y qué decir del siniestro íncipit de uno de los Cuentos de amor, de locura y de muerte del uruguayo Horacio Quiroga: "Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia."

También en el género ensayo es importante el incipit. Como ése de Gilles Deleuze y Félix Guattari en Mil mesetas que tiene reminiscencias bíblicas ("mi nombre es Legión porque somos varios") y que dice así: "El Anti-Edipo lo escribimos a dúo. Como cada uno de nosotros era varios, en total ya éramos muchos". O el del padre de la antropología moderna, Claude Lévy Strauss, que empieza su Tristes Trópicos declarando: "Odio a los viajeros y a los exploradores". O el más célebre aún y mil veces parafraseado del Manifiesto Comunista de Marx y Engels (1848): "Un espectro se cierne sobre Europa: el espectro del comunismo".

También queda grabado en la mente el credo patriota de Charles De Gaulle en sus Memorias de Guerra: "Toda mi vida, me he hecho una cierta idea de Francia. Me la inspira el sentimiento tanto como la razón".

La receta de un Nobel: Una de las obras consagratorias de Vargas Llosa, Conversación en la catedral, empieza así: "Desde la puerta de La Crónica, Santiago mira la avenida Tacna sin amor: automóviles, edificios desiguales y descoloridos, esqueletos de avisos luminosos flotando en la neblina, el mediodía gris. ¿En qué momento se había jodido el Perú?" En la entrevista con El Comercio, el escritor peruano reveló un secreto: la primera frase de sus novelas suele ser una conclusión a la cual llega cuando ya está muy adentrado en la redacción. Nunca empieza por el principio. "Escoger el comienzo es resultado de una intuición, dice. No hay una ley que le diga a un escritor que el comienzo que ha elegido es el adecuado".

El decálogo de Onetti

El decálogo de Onetti

I.
No busquen ser originales. El ser distinto es inevitable cuando uno no se preocupa de serlo.
II.
No intenten deslumbrar al burgués. Ya no resulta. Éste sólo se asusta cuando le amenazan el bolsillo.
III.
No traten de complicar al lector, ni buscar ni reclamar su ayuda.
IV.
No escriban jamás pensando en la crítica, en los amigos o parientes, en la
dulce novia o esposa. Ni siquiera en el lector hipotético.

V.
No sacrifiquen la sinceridad literaria a nada. Ni a la política ni al
triunfo. Escriban siempre para ese otro, silencioso e implacable, que llevamos dentro y no es posible engañar.

VI.
No sigan modas, abjuren del maestro sagrado antes del tercer canto del gallo.
VII.
No se limiten a leer los libros ya consagrados. Proust y Joyce fueron despreciados cuando asomaron la nariz, hoy son genios.
VIII.
No olviden la frase, justamente famosa: 2 más dos son cuatro; pero ¿y si fueran 5?
IX.
No desdeñen temas con extraña narrativa, cualquiera sea su origen. Roben si es necesario.
X.
Mientan siempre.
XI.
No olviden que Hemingway escribió: "Incluso di lecturas de los trozos ya listos de mi novela, que viene a ser lo más bajo en que un escritor puede caer."

Apostilla nuestra: caer bajo pero con toda la sinceridad.

Microrrelatos: doce recursos más para hacernos sonreír

Microrrelatos: doce recursos más para hacernos sonreír

Dolores M. Koch

Se han hecho muchos estudios sobre el humor, pero todavía su verdadero origen se nos escapa. A veces podemos distinguir entre un simple chiste y un microrrelato humorístico. La minificción es ingeniosa, y cuando el lector capta un alarde de ingenio de parte de un escritor, en general sonríe de satisfacción. Satisfacción frente a ese ingenio y satisfacción personal por haberlo captado. Pero el intento de ese ingenio es complejo: lúdico y desacralizador, a veces nos hace reflexionar con un insospechado punto de vista, o nos hace examinar de nuevo algún concepto
pasivamente aceptado. Es curioso que estos recursos son los mismos, no importa
el país de procedencia. Debe subrayarse que los autores de microrrelatos no se
han valido de ninguna preceptiva.

Estos recursos se han destilado de la práctica de este subgénero, esto es, a posteriori. El ingenio es usualmente rebelde o simplemente juguetón. Un sinnúmero de estrategias se han utilizado para lograr la sonrisa (a veces variaciones de estas estrategias). Para detallar estos recursos utilizados que encontré, con varios ejemplos cada uno, he necesitado dos ensayos independientes. En este veremos doce de ellos, que a veces combinan en su breve exposición dos o más de estas estrategias. Los ejemplos serán necesariamente muy breves, de autores famosos y, con mayor frecuencia, de autores poco conocidos.

Veamos el Recurso # 1. Transgresión de géneros. Una de las características del microrrelato es que es “proteico”, al decir de Violeta Rojo, o sea, que salta las barreras genéricas tradicionales entre la narrativa, la poesía y a veces el ensayo. Lola Díaz nos ofrece un buen ejemplo poético en “Fertilidad”.

A punto de terminar su relato, una ráfaga de viento se llevó las palabras. Cayeron en tierra fértil y, en primavera, brotaron cuentos de colores.

La fantasía poética aparece combinada con la narrativa en este ejemplo, de Miguel Gomes:

Apenas despierto, sin motivos aún para pensar, descubro la séptima cara del dado. Está junto a las otras, en medio de ellas, y a un lado. Allí donde no llega el Azar.

Veamos otro juego con la fantasía poética en “Tortugas y cronopios”, de Julio Cortázar (1990). Nótese de paso que utiliza palabras sin acento ortográfico.

Ahora pasa que las tortugas son grandes admiradoras de la velocidad, como es natural. Las esperanzas lo saben, y no se preocupan. Los famas lo saben, y se  burlan. Los cronopios lo saben; y cada vez que encuentran una tortuga, sacan de la caja de tizas de colores y sobre la redonda pizarra de la tortuga, dibujan una golondrina.

Recurso # 2. Sorprender al lector con una lógica inesperada. Veamos un ejemplo de Raúl Brasca (2005).

Me abandoné a la placidez del sueño y, cuando regresé a la vigilia, me vi empapado y temblando de miedo. Me perdí detrás de una mujer y cuando me di cuenta estaba desnudo y sin un centavo. Me dejé flotar en el vaivén de las olas y cuando volví en mí me hacían respiración artificial. Definitivamente, no puedo dejarme solo.

Y otro ejemplo, también de Julio Cortázar, “Amor” (2001).

Y después de hacer todo lo que hacen, se levantan, se
bañan, se entalcan, se perfuman, se visten, y así progresivamente van volviendo
a ser lo que no son.

Veamos “La fuerza del destino”, de Julia Otxoa.

El perro riñe al gato, el gato al ratón, el ratón a la musaraña, la musaraña a la araña, la araña a la mosca, la mosca a la hormiga, la hormiga a la pulga, pero la pulga, como es tan pequeña, no tiene nadie más pequeño a quien reñir, así que, indignada, prepara la revolución para derrocar al perro.

Recurso # 3. Realizar un cambio sorpresivo de contexto. A veces se crea una expectativa, tratando de despistar al lector. Veamos “Pista falsa” (1992) de Ana María Shua.

Seguir el reguero de manchas, ¿no será peligroso? ¿Cómo saber que conducen al cadáver, y no hasta el asesino? (Pero las manchas son de tinta y llevan hasta la palabra fin.)

Veamos otro ejemplo, “Antropofagia”, de Isabel Segura Boutry.

Sus incontables victorias no le impidieron sucumbir a los encantos de la exótica reina negra. Ella, siguiendo ancestrales ritos, no dudó en comérselo. El rey había olvidado que era el blanco del tablero.

Recurso # 4. Contrastar presente y pasado. Ayuda en este recurso hacer referencia a personajes conocidos.

Veamos, también de Shua, un fragmento de un relato más largo, “Princesa, mago, dragón y caballero” (1981), que remeda una historia medieval.

[...] El caballero Arnulfo amaba y deseaba ya la princesa Ermengarda (a su
imagen) como un chico ama

y desea su primera, no poseída bicicleta [...].

Veamos “Post-operatorio”, de Adolfo
Bioy Casares.

–Fueran cuales fueran los resultados –declaró el enfermo tres días después de la operación, –la actual terapéutica me parece muy inferior a la de los brujos, que sanaban con encantamientos y con bailes.

Y uno más moderno, “Bagdad”, de María Elena Lorenzín (inédito).

Érase una vez una ciudad de ensueño, una legendaria ciudad de las Mil y una Noches. Ahora es la ciudad de las mil y una pesadillas.

Recurso # 5. Concretización de una metáfora o dicho popular. Veamos “En legítima defensa”, de César Antonio Iturralde.

Sustrajo el pan, y su condena fue perpetua por haber
matado el hambre.

De Fernando Aínsa, “Olvido confirmado”.

Recuérdalo, por las dudas: todos los escritores
inmortales se han muerto.

“Despertar”, de Norberto Costa.

Despertó cansado, como todos los días.

Se sentía como si un tren le hubiese pasado por encima.

Abrió un ojo y no vio nada.

Abrió el otro y vio las vías.

Recurso # 6. Escamotear el significado de una frase hecha. Veamos otro de Fernando Aínsa, un microrrelato que es parte de “De eso se trata ahora”.

Su amor por la patria no tiene fronteras.

A veces el lector tiene que completar el significado. De José Antonio Martín, veamos un buen ejemplo.

Cuento que me contó una vez mi hija Adriana, fastidiada que le pidiera un cuento: “Había una vez un colorín colorado”.

Recurso # 7. Utilizar un formato popular, no literario. Un formato moderno a que recurre el microrrelato con frecuencia es el anuncio clasificado. Veamos “Clases de gimnasia” (1996), otra vez de Shua.

Para aumentar la flexibilidad del tronco y ramas, evitando así quebraduras provocadas por ráfagas intempestivas, clase de gimnasia para árboles se ofrecen, individuales y a domicilio. Precios especiales para bosques.

Y otro, “Aviso oportuno”, de Vetusta Morla.

Se solicitan fantasmas para devolver la capacidad de asombrar.

Interesados, favor de presentarse sorpresivamente.

Veamos, de Armando Pérez, “Designio” que parafrasea el muy conocido Génesis.

Entonces dijo: “¡Que se haga el automóvil!” Y la ciudad se deshizo.

Recurso # 8. Utilizar una lógica desviada. Puede llevar a una paradoja o al absurdo. Veamos el #17, de Andrés Rivero.

Decía que amaba tanto a su esposo que tenía que engañarlo con otros hombres; uno, para probarse a sí misma todo lo que quería al marido; dos, para destrozarle la ilusión a esos que algún día podrían rivalizar con su cónyuge.

Con frecuencia este recurso envuelve además una inversión de ideas o de palabras. Veamos “Una realidad” (inédito), de Fabián Vique.

Me desperté a las tres de la madrugada sobresaltado, bañado en sangre, con un puñal clavado en medio de mi pecho. “¡Menos mal!”, me dije, “es sólo una realidad”. Y seguí durmiendo

 Y otro de Vique, también inédito, “Melómano”.

Tanto le gustaba la música que le había puesto a su teléfono móvil, que nunca atendió una llamada.

Recurso # 9. Hacer falsas atribuciones. Este recurso fue utilizado frecuentemente por Jorge Luis Borges, antes de que su superchería fuera descubierta. Marco Denevi tiene un grupo de minificciones muy sutiles atribuidas a Leopoldo Garnerius en “Aphorismata” (Rotterdam 1720). El título de su colección, Falsificaciones, nos avisa debidamente. Algunos de estos microrrelatos son muy conocidos. Recordemos su “Veritas odium parit”.

–Traedme el caballo más veloz –pidió el hombre honrado.
Acabo de decirle la verdad al rey.

Y Ana María Shua firma la introducción a su Botánica del caos con el nombre de
Hermes Linneus, El clasificador.

Recurso # 10. Hacer uso de la ironía. Este recurso consiste en decir lo contrario de lo que se quiere significar, lo que el lector deberá captar. Veamos un ejemplo de Luisa Valenzuela, quien le ha dado, como a veces acostumbra, un largo título: “Fracaso de Don Juan al encontrar a la Bella Durmiente”.

Porque nunca ha logrado aprender cómo despertar lo suficiente sin despertar del todo.

Ayuda usar la visión individual de la primera persona, que acerca la narración al ensayo y al poema. Veamos “Libertad”, de Juan José Arreola.

Hoy proclamé la independencia de mis actos. A la
ceremonia sólo concurrieron unos cuantos deseos insatisfechos, dos o tres
actitudes desmedradas. Un propósito grandioso que había ofrecido venir envió a
última hora su excusa humilde.
[...]

Algunos de ustedes habrán notado la posible
influencia de Macedonio Fernández. No hay duda que Macedonio podría haber sido
un gran microrrelator. Veamos uno más, “El sueño y la vigilia”, de Gabriel
Jiménez Emán.

Había confundido tanto la vigilia con el sueño que antes de acostarse clavaba con un alfiler cerca de su cama un papelito que decía: Recordar que mañana debo levantarme temprano.

Desde luego, este brillante ejemplo de Augusto Monterroso, “Fecundidad”, goza de gran popularidad.

Hoy me siento bien, un Balzac; estoy terminando esta línea.

Recurso # 11. Desacralización de personajes conocidos. Hay algo de burla en esta intertextualidad. Veamos el elíptico Drácula”, de Diego Muñoz Valenzuela.

El conde Drácula no soporta más el dolor de muelas y decide tratarse con un especialista.

Ahora “Pecado”, de Luis Felipe Fernández.

Al convertirse en hermoso cisne, el patito feo comprendió que su madre había sido adúltera.

Por último, veamos otro microrrelato inédito de Fabián Vique, “Si Penélope”.

Si Penélope, señores Diputados, en lugar de tejer y destejer inproductivamente hubiese sólo tejido, la industria textil de Ítaca habría recibido un impulso fenomenal y Grecia ocuparía hoy un lugar más relevante en la Comunidad Económica Europea.

Recurso # 12. Crear una perspectiva infrecuente o única. Este es uno de los recursos favoritos de los microrrelatores. Su propósito parece ser hacernos ver el mundo desde otro ángulo. Veamos “Calidad y cantidad”, de Alejandro Jodorowsky.

No se enamoró de ella, sino de su sombra. La iba a visitar al alba, cuando su amada era más larga.

Veamos el #108 (1984) de Ana María Shua.

Yo contra los huevos fritos no tengo nada. Son ellos los que me miran con asombro, desorbitados. Veamos, de Alfredo Armas Alfonzo, el #43.

 

Engracia Magna Pastora Toribia Rafaela le pusieron a la hora de las aguas, y no crecía; mamá lo atribuía a la carga de tanto nombre. 

Y éste, de Rogelio Guedea, “En defensa del oficio” .

Los que no escriben saben que escribir es fácil (... ). Sin embargo, los que escriben piensan todo lo contrario y si se empeñan en estar horas enteras frente a la página en blanco (...) es sólo porque quisieran encontrar  finalmente esa verdad de que tan buena fuente saben los que no escriben.

Veamos por último otro ejemplo, muy sutil, de Raul Brasca: “Amor I”.

A ella le gusta el amor. A mí no. A mí me gusta ella, incluido, claro está, su gusto por el amor. Yo no le doy amor. Le doy pasión envuelta en palabras, muchas palabras. Ella se engaña, cree que es amor y le gusta; ama al impostor que hay en mí. Yo no la amo y no me engaño con apariencias, no la amo a ella.

Lo nuestro es algo muy corriente: dos que perseveran juntos por obra de un sentimiento equívoco y de otro equivocado. Somos felices.