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Écheme el Cuento

El efecto iceberg

El efecto iceberg

En el libro “Muerte en la tarde”, Hernest Hemingway parecía revelar uno de los secretos de su escritura:

“Si un escritor de prosa conoce lo suficientemente bien aquello sobre lo que escribe, puede silenciar cosas que conoce, y el lector, si el escritor escribe con suficiente verdad, tendrá de estas cosas una impresión tan fuerte como si el escritor las hubiera expresado. La dignidad de movimientos de un iceberg se debe a que solamente un octavo de su masa aparece sobre el agua. Un escritor que omite ciertas cosas porque no las conoce, no hace más que dejar lagunas en lo que escribe”[1]

El escritor formula aquí su “principio iceberg” o “teoría de la omisión”. Desde la literatura, Hemingway plantea la zanahoria que busca el hocico del artista: sugerir más que mostrar. Aludir en lugar de señalar. Invertir la lógica aparente para concluir que menos es más. La seducción del arte (y también el arte de la seducción) está en insinuar más que en provocar.

Una de las primeras veces que recuerdo haber experimentado este efecto iceberg, aún sin reconocerlo como tal, fue en el cine, con la película “Chinatown” de Roman Polanski. Desde que la vi, cuando apenas la pelusilla se hacía bigote, siempre he recordado su última escena: aquella en la que disparan a una pareja de mujeres que huyen en coche y, como signo de la muerte de la conductora, se escucha el sonido permanente de la bocina, sugiriendo que la cabeza de la víctima había caído inerte sobre el claxon. La brutalidad de la escena no estaba en la sangre, estaba en la imaginación del espectador. Durante todo este tiempo, hasta que la he vuelto a ver hace pocos días, había olvidado el argumento, los personajes, el director, los actores... Sin embargo me acordaba claramente del final, del pitido estridente que anunciaba la última muerte.

En realidad, el proceso de filtrar lo que se muestra de lo que se oculta es el oficio silencioso de todo artista. El cineasta omite planos; el pintor, trazos; el escritor, palabras; el director o dramaturgo, escenas; el actor, acciones. Quien crea destila minuciosamente aquello que quiere comunicar. ¿Qué desechar y qué seleccionar? ¿Cómo discernir entre lo crucial y lo intranscendente? ¿Qué es pulpa y qué es jugo? La obra de arte debe ser un cocktail que despierte la imaginación.

En teatro, Meyerhold buscó su particular efecto iceberg a través de lo que llamó “El Teatro de la Convención Consciente”, con el que trató de ir en contra del naturalismo, un movimiento que tendía a no dejar nada sumergido. En el ideario del director ruso, por medio de la sugestión escénica, el espectador deviene en creador:

“El método convencional, finalmente, presupone en el teatro un cuarto creador, después del autor, el director y el actor: el espectador. El teatro de la convención crea una puesta en escena cuyas alusiones debe completar el espectador creadoramente, con su propia imaginación”[2]

Meyerhold, precisamente, nos ofrece un gran ejemplo del arte de la alusión. Se trata, nuevamente, de una muerte que da el final a una obra. En la última escena de “La dama de las camelias”, aquella en la que muere Margarita, el director ruso filtró inteligentemente lo que el espectador debía ver y estimular así su mirada creadora. Margarita, ya gravemente enferma, negaba su deteriorado estado de salud y, levantándose vigorosamente del sillón, se mostraba forzadamente alegre: “¡No sufro!... Ves, estoy sonriendo, estoy fuerte...” eran sus últimas palabras en la versión de Meyerhold. Entonces Margarita abría la cortina dejando que la luz del sol la iluminase. Posteriormente se sentaba en el sillón y al de poco tiempo se veía su mano izquierda caer hasta quedar colgada. Aquel mínimo movimiento era el único pero inequívoco signo de su muerte.

La clave de este efecto iceberg, como bien apunta Hemingway, es conocer profundamente lo que se omite. Si se trabaja con honestidad hacia la idea primigenia, lo que es velado sostiene con solidez lo que se observa, lo mantiene a flote.

Veamos otro ejemplo. Hubo una obra de Robert Wilson que impactó especialmente. Era una instalación artística titulada “Memory/Loss” [Pérdida de memoria][3]. En ella se podía ver un cuerpo enterrado al nivel de los hombros en una planicie agrietada. La cabeza estaba cubierta hasta los ojos por lo que parecía una tela bien ceñida gracias a una especie de cuerda anudada en la frente. Al verla, las impresiones sobrevenían con facilidad: soledad, tortura, incomunicación, abandono, aislamiento, insensibilidad, muerte... La plasticidad de la composición era de un gran poder sugestivo. Pero, ¿Qué era lo que la sostenía? ¿Cuál era la parte sumergida?

Sólo tiempo después hallé la respuesta. La obra estaba inspirada en una carta que Heiner Müller había escrito al propio Wilson. En ella el dramaturgo alemán describía una tortura ideada por los mongoles con la que sometían a sus prisioneros para dejarlos sin memoria. A los rehenes, que iban a ser destinados para uso doméstico de los conquistadores, se les rapaba el pelo y se les ponía un casco hecho con piel fresca del cuello de un camello. Después se les enterraba hasta los hombros y los dejaban expuestos al sol. El calor contraía la piel del camello estrujando la cabeza del prisionero y, como consecuencia, el pelo comenzaba a crecer en dirección contraria, hacia el cráneo. El torturado, si sobrevivía, perdía la memoria y sería un servidor fiel que no causaría problemas. “No hay revolución sin memoria”, acababa diciendo Müller en la carta.

Si miramos al arte del actor, Eugenio Barba nos da ciertas claves al hablar de la omisión, uno de los principios de su Antropología Teatral:

“La belleza de la omisión, de hecho, es la sugestividad de la acción indirecta, de la vida que se revela con el máximo de intensidad en el mínimo de actividad”[4]

El actor, una vez ha elaborado una secuencia de acciones, puede omitir ciertos fragmentos y dejarlos latentes para que broten en la imaginación de quien observa. Aquello que guarda, entonces, nutre su presencia escénica, le da un sentido implícito a sus acciones, una orientación precisa, una lógica que, como un sencillo jeroglífico, el espectador debe desentrañar. Si, por otro lado, el actor está acuciado por saturar de acciones y movimientos su interpretación, puede acabar sobre explicándose sin que al final se entienda nada. Puede lanzar infinidad de perdigones sin atinar en la diana.

El propio Müller, al hablar de su proceso de escritura, revelaba el síntoma de quien no sabe operar bajo la teoría de la omisión: “Mientras menos ves, más describes”. Es decir, sólo quien conoce suficientemente lo que ha de transmitir, sabe evidenciar lo esencial y sugerir el resto. De lo contrario, se corre el riesgo de tejer una maraña de información superflua y de acabar atrapado en la confusión primero, en lo previsible después y, finalmente, en el aburrimiento. Entonces la creación naufraga. No pocas grandes ideas se han hundido en la abundancia. Que se lo pregunten si no al Titanic.

[1] Hemingway, Ernest. Muerte en la tarde. Traducción de Lola Aguado, Editorial Planeta, 1993, p. 98.

[2] Meyerhold, Vsevolod. Meyerhold: textos teóricos. Edición de Juan Antonio Hormigón, Publicaciones de la ADE, Madrid, 1998, p. 176.

[3] Una fotografía de la obra se puede ver en: http://amontanhamagica.blogspot.com/2004_08_01_archive.html

[4] Barba, Eugenio. La canoa de papel. Traducción de Rina Skeel, Catálogos, Buenos Aires, 2005, p. 53.

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