Blogia

Écheme el Cuento

Entrevista con Murakami

Entrevista con Murakami

http://albertobatalla.blogia.com/2014/021601-entrevista-con-haruki-murakami.php

Once reglas cardinales

Once reglas cardinales

Podría haber pasado a Proust, a Orwell, a Austen, Whitman, claro, a Hemingway, quien escribió no menos de 47 finales diferentes para Adiós a las armas. El punto es que la escritura es una suerte de magia con las palabras, los buenos escritores encuentran el ritmo y la melodía para hechizar, pero siempre en una armonía gobernada por reglas. Contar una buena historia tiene algo de mágico. Pero una vez se echa a andar la ficción, es necesario respetar las reglas, como en el ajedrez.

Van once criterios para escribir cuentos que se atienen a la regla de que el qué en la literatura depende del cómo.

  • 1) Conocer la diferencia entre un tema y una historia, que es la siguiente: Un tema está sentado, una historia anda. Un tema es una promesa, una historia es algo que se conecta al corazón. Por ejemplo: me despidieron del trabajo, es un tema. Ayer me despidieron de mi trabajo y al desayuno ya tenía lista una venganza, es el comienzo de una historia.
  • 2) No volar en solitario. Descubre los mejores escritores y estúdielos como un detective. Averigue cómo atacaron el problema. Ellos son sus entrenadores. Recuerde, cuando escribimos, somos lo que leemos.
  • 3) Aclarar desde comienzo, que los personajes son como los gatos, no están al servicio del autor; el autor está al servicio de los personajes. Hay que verlos, sentirlos, olerlos, tocarlos, saber qué quieren, a dónde van, saberlo todo, absolutamente todo de ellos. Es lo único que permite interpretarlos bien en el acto de escribirlos.
  • 4) En la narrativa, los obstáculos son síntoma de que la cosa va por buen camino. Nunca opte por la ley del menor esfuerzo, no sea facilista, no le saque el cuerpo al obstáculo, identífiquelo. Y luego revise la escena donde lo ha encontrado, y haga variaciones. La técnica del ensayo error, ayuda.
  • 5) Todo el prestigio de la escritura literaria se resuelve en la escena. Actúe como un director de cine, o como un director de arte.  
  • 6) De la idea primigenia, vaya al diseño, ensaye un primer párrafo y luego cuente la historia de un tirón, como le salga. Olvídese de toda las técnicas. Haga una línea del tiempo, defina el tiempo narrativo. El diseño no puede ser una camisa de fuerza. Si en la marcha encuentra algo mejor, rediseñe la historia. Trabajar con diseño ahorra tiempo, y da lugar a empeñarse a fondo con la prosa.  

  • 7) Sostener una razón de eficiencia 10 a 1 . Diez páginas de borrador por una limpia, que tendrá que reescribir hasta que al texto no le falte ni le sobre una coma.
  • 8) Leer como un ladrón. Subrayar cosas buenas, y leerlas una y otra vez, hasta  averiguar cómo lo hicieron. Cuando usted encuentre un pasaje, una imagen o descripción que se deje amar, anótelo en una tarjeta y mantenga todas las tarjetas en un solo lugar.
  • 9) No haga caso de la pequeña crítica. Aquella que señala que las frases son cortas, y deja escapar la falta de ritmo del primer párrafo. La que señala los adverbios terminados en mente y deja escapar un mal final.
  • 10) Escuchar atentamente la gran crítica. Aquella que señala los verdaderos problemas del texto. La que sabe dónde cojea, la que advierte la más mínima inconsistencia argumental. La que mete el dedo en la herida, la que demuele la estructura, porque sabe llegar a la fisura principal. No importa que la crítica sea dura, si es capaz de encontrar el problema. No espere que tras criticarlo le den soluciones. Encontrarlas es su oficio.
  • 11) Si se bloquea, si se atasca, escriba, aunque sea mal. No se deje sacar del ring. Cuando uno se bloque es porque no encuentra la solución, ý la solución no llega más que trabajando y no dejando perder la actitud. Tenga varios proyectos simultáneos. Disponga siempre de nuevo material. Insista hasta sentir el clic. Escriba sobre el hecho de estar bloqueado. Todos lo hemos estado alguna vez. La creatividad consiste en encontrar conexiones nuevas.

 

El efecto iceberg

El efecto iceberg

En el libro “Muerte en la tarde”, Hernest Hemingway parecía revelar uno de los secretos de su escritura:

“Si un escritor de prosa conoce lo suficientemente bien aquello sobre lo que escribe, puede silenciar cosas que conoce, y el lector, si el escritor escribe con suficiente verdad, tendrá de estas cosas una impresión tan fuerte como si el escritor las hubiera expresado. La dignidad de movimientos de un iceberg se debe a que solamente un octavo de su masa aparece sobre el agua. Un escritor que omite ciertas cosas porque no las conoce, no hace más que dejar lagunas en lo que escribe”[1]

El escritor formula aquí su “principio iceberg” o “teoría de la omisión”. Desde la literatura, Hemingway plantea la zanahoria que busca el hocico del artista: sugerir más que mostrar. Aludir en lugar de señalar. Invertir la lógica aparente para concluir que menos es más. La seducción del arte (y también el arte de la seducción) está en insinuar más que en provocar.

Una de las primeras veces que recuerdo haber experimentado este efecto iceberg, aún sin reconocerlo como tal, fue en el cine, con la película “Chinatown” de Roman Polanski. Desde que la vi, cuando apenas la pelusilla se hacía bigote, siempre he recordado su última escena: aquella en la que disparan a una pareja de mujeres que huyen en coche y, como signo de la muerte de la conductora, se escucha el sonido permanente de la bocina, sugiriendo que la cabeza de la víctima había caído inerte sobre el claxon. La brutalidad de la escena no estaba en la sangre, estaba en la imaginación del espectador. Durante todo este tiempo, hasta que la he vuelto a ver hace pocos días, había olvidado el argumento, los personajes, el director, los actores... Sin embargo me acordaba claramente del final, del pitido estridente que anunciaba la última muerte.

En realidad, el proceso de filtrar lo que se muestra de lo que se oculta es el oficio silencioso de todo artista. El cineasta omite planos; el pintor, trazos; el escritor, palabras; el director o dramaturgo, escenas; el actor, acciones. Quien crea destila minuciosamente aquello que quiere comunicar. ¿Qué desechar y qué seleccionar? ¿Cómo discernir entre lo crucial y lo intranscendente? ¿Qué es pulpa y qué es jugo? La obra de arte debe ser un cocktail que despierte la imaginación.

En teatro, Meyerhold buscó su particular efecto iceberg a través de lo que llamó “El Teatro de la Convención Consciente”, con el que trató de ir en contra del naturalismo, un movimiento que tendía a no dejar nada sumergido. En el ideario del director ruso, por medio de la sugestión escénica, el espectador deviene en creador:

“El método convencional, finalmente, presupone en el teatro un cuarto creador, después del autor, el director y el actor: el espectador. El teatro de la convención crea una puesta en escena cuyas alusiones debe completar el espectador creadoramente, con su propia imaginación”[2]

Meyerhold, precisamente, nos ofrece un gran ejemplo del arte de la alusión. Se trata, nuevamente, de una muerte que da el final a una obra. En la última escena de “La dama de las camelias”, aquella en la que muere Margarita, el director ruso filtró inteligentemente lo que el espectador debía ver y estimular así su mirada creadora. Margarita, ya gravemente enferma, negaba su deteriorado estado de salud y, levantándose vigorosamente del sillón, se mostraba forzadamente alegre: “¡No sufro!... Ves, estoy sonriendo, estoy fuerte...” eran sus últimas palabras en la versión de Meyerhold. Entonces Margarita abría la cortina dejando que la luz del sol la iluminase. Posteriormente se sentaba en el sillón y al de poco tiempo se veía su mano izquierda caer hasta quedar colgada. Aquel mínimo movimiento era el único pero inequívoco signo de su muerte.

La clave de este efecto iceberg, como bien apunta Hemingway, es conocer profundamente lo que se omite. Si se trabaja con honestidad hacia la idea primigenia, lo que es velado sostiene con solidez lo que se observa, lo mantiene a flote.

Veamos otro ejemplo. Hubo una obra de Robert Wilson que impactó especialmente. Era una instalación artística titulada “Memory/Loss” [Pérdida de memoria][3]. En ella se podía ver un cuerpo enterrado al nivel de los hombros en una planicie agrietada. La cabeza estaba cubierta hasta los ojos por lo que parecía una tela bien ceñida gracias a una especie de cuerda anudada en la frente. Al verla, las impresiones sobrevenían con facilidad: soledad, tortura, incomunicación, abandono, aislamiento, insensibilidad, muerte... La plasticidad de la composición era de un gran poder sugestivo. Pero, ¿Qué era lo que la sostenía? ¿Cuál era la parte sumergida?

Sólo tiempo después hallé la respuesta. La obra estaba inspirada en una carta que Heiner Müller había escrito al propio Wilson. En ella el dramaturgo alemán describía una tortura ideada por los mongoles con la que sometían a sus prisioneros para dejarlos sin memoria. A los rehenes, que iban a ser destinados para uso doméstico de los conquistadores, se les rapaba el pelo y se les ponía un casco hecho con piel fresca del cuello de un camello. Después se les enterraba hasta los hombros y los dejaban expuestos al sol. El calor contraía la piel del camello estrujando la cabeza del prisionero y, como consecuencia, el pelo comenzaba a crecer en dirección contraria, hacia el cráneo. El torturado, si sobrevivía, perdía la memoria y sería un servidor fiel que no causaría problemas. “No hay revolución sin memoria”, acababa diciendo Müller en la carta.

Si miramos al arte del actor, Eugenio Barba nos da ciertas claves al hablar de la omisión, uno de los principios de su Antropología Teatral:

“La belleza de la omisión, de hecho, es la sugestividad de la acción indirecta, de la vida que se revela con el máximo de intensidad en el mínimo de actividad”[4]

El actor, una vez ha elaborado una secuencia de acciones, puede omitir ciertos fragmentos y dejarlos latentes para que broten en la imaginación de quien observa. Aquello que guarda, entonces, nutre su presencia escénica, le da un sentido implícito a sus acciones, una orientación precisa, una lógica que, como un sencillo jeroglífico, el espectador debe desentrañar. Si, por otro lado, el actor está acuciado por saturar de acciones y movimientos su interpretación, puede acabar sobre explicándose sin que al final se entienda nada. Puede lanzar infinidad de perdigones sin atinar en la diana.

El propio Müller, al hablar de su proceso de escritura, revelaba el síntoma de quien no sabe operar bajo la teoría de la omisión: “Mientras menos ves, más describes”. Es decir, sólo quien conoce suficientemente lo que ha de transmitir, sabe evidenciar lo esencial y sugerir el resto. De lo contrario, se corre el riesgo de tejer una maraña de información superflua y de acabar atrapado en la confusión primero, en lo previsible después y, finalmente, en el aburrimiento. Entonces la creación naufraga. No pocas grandes ideas se han hundido en la abundancia. Que se lo pregunten si no al Titanic.

[1] Hemingway, Ernest. Muerte en la tarde. Traducción de Lola Aguado, Editorial Planeta, 1993, p. 98.

[2] Meyerhold, Vsevolod. Meyerhold: textos teóricos. Edición de Juan Antonio Hormigón, Publicaciones de la ADE, Madrid, 1998, p. 176.

[3] Una fotografía de la obra se puede ver en: http://amontanhamagica.blogspot.com/2004_08_01_archive.html

[4] Barba, Eugenio. La canoa de papel. Traducción de Rina Skeel, Catálogos, Buenos Aires, 2005, p. 53.

44 consejos para jóvenes escritores Anónimo

44 consejos para jóvenes escritores     Anónimo

  1. Copiar en fichas todos los finales que se nos ocurran para un relato así como sus inicios, probar todas las combinaciones posibles y elegir la más eficaz.
  2. Contemplar la vida, los hechos, los sentimientos, las cosas, las palabras... con actitud de asombro, de extrañeza, y escribir a partir de las nuevas percepciones que así tengamos de todo ello.
  3. Inventar nuevas formas de enfocar nuestros actos cotidianos y escribir sobre ellos.
  4. Mirar los objetos de nuestra casa como si pertenecieran a otro mundo y escribir sobre la nueva forma de percibirlos.
  5. Inventar un mundo en el que las personas hablen con las cosas y las cosas hablen entre sí.
  6. De entre todas las ideas que se agolpan en nuestra mente, apuntar una; la más simple, la más atractiva o la primera que podamos atrapar, sin preocuparnos por perder las restantes en el camino.
  7. Es bueno relajarse unos minutos antes de comenzar a escribir, concentrarse en la respiración, para dejar fluir los pensamientos; coger al vuelo palabras que pasen por la mente y llevarlas a la página. 
  8. Se puede trabajar con listas existentes, tales como las del listín telefónico, la carta de un restaurante o la cartelera de los cines.
  9. Plantearse la mayor cantidad posible de formas de soledad existentes para desarrollar en un texto la que más nos conmueva.
  10. Observar lugares bucólicos y describirlos. Extraer noticias truculentas de periódicos sensacionalistas y ambientar los sucesos en dichos lugares.
  11. Estar alerta cuando nos sentimos angustiados para rescatar aquellas imágenes que dan forma a la angustia.
  12. Escribir sin estar pendientes del calendario, del reloj ni de lo que consigamos; simplemente, hacerlo.
  13. Escribir sobre un tema, elegido a conciencia, que nos produzca la más intensa e íntima liberación.
  14. Imaginar varias situaciones que ocurren en distintos lugares a la misma hora como método para contar algo desde distintos puntos de vista.
  15. Repetir un mismo itinerario mental en distintas ocasiones para comparar resultados y recoger la mayor cantidad posible de material vivencial.
  16. Imaginar un viaje de afuera hacia adentro y otro de adentro hacia fuera de uno mismo y escribir "durante" el viaje.
  17. Planificar un viaje interior por el territorio que sea más propicio para las representaciones imaginarias.
  18. Practicar el aislamiento durante un período programado de tiempo que puede ir desde un día completo hasta una semana, un mes... y anotar lo que experimentamos en ese lapso.
  19. Escribir un texto a partir de la comparación de dos realidades: recuerdos, sueños, experiencias vividas, sonidos, perfumes...
  20. Escribir un texto a partir de semejanzas y diferencias que resulten de compararse uno mismo con otra persona.
  21. Encontrar las palabras que más placer nos produzcan o más significaciones nos provoquen para constituirlas en componentes de una imagen.
  22. Apelar a nuestros sentidos diferenciando aromas, sabores, sonidos, observaciones y sensaciones táctiles de todo tipo para incluir en nuestra lista para constituir imágenes.
  23. Dividir un objeto en el mayor número posible de piezas que lo componen para jugar con ellas en un texto, llamando al objeto por el nombre de algunas de esas piezas o partes.
  24. Inventar situaciones, personajes, conceptos que nos permitan transgredir las funciones del lenguaje.
  25. Reunir todo tipo de géneros y discursos y a partir del contraste entre dos de ellos, para constituir una narración: noticias periodísticas, telegramas, poemas, diálogos escuchados al pasar, etcétera.
  26. Analizar todo tipo de palabras buscando la mayor cantidad de explicaciones posibles que en torno a ellas nos aporta material para un texto o nos permite, directamente, constituir el texto.
  27. Inventar imágenes inexistentes, con mecanismos similares a los productores de frases hechas, y desplegarlas literalmente en un texto.
  28. Tomar una idea conocida y asombrarse frente a ella como si nos resultara desconocida como método para conseguir material literario.
  29. Coleccionar refranes de distintas procedencias para trabajar con ellos en un texto.
  30. Inventar refranes y jugar con su sentido literal.
  31. Prestar atención a los episodios cotidianos, y convertir cada mínimo movimiento ocurrido en un espacio común -un bar, el metro, un edificio, la playa- en un episodio capaz de desencadenar otros muchos.
  32. Elegir momentos a distintas horas del día y describir todo lo que sentimos y lo que sucede a nuestro alrededor, más cerca y más lejos.
  33. Inventariar palabras a partir del alfabeto y crear entre ellas un itinerario, el esqueleto de una historia.
  34. Tomar todo tipo de secretos: un "secreto de familia", un "secreto de confesión", "el secreto de estado", "el secreto profesional", como motores de un texto.
  35. Hurgar en nuestro mundo interior, rescatar de él algún aspecto que no nos atrevemos a expresar y ponerlo en boca de un personaje.
  36. Confeccionar una lista de afirmaciones y otra de negaciones como posible material para un texto en el que se omita algo específico.
  37. Invertir el mecanismo lógico: secreto/confesión, es una manera de enfrentar la ficción. En consecuencia, partir de una confesión para luego inventar el secreto. 
  38. Emborronar folios durante diez minutos exactos cada día. Al cabo de cada mes (y por ninguna razón antes) leer lo apuntado. Dicha lectura constituirá una grata sorpresa para su autor. Dado que escribió asociando libremente, el material acopiado será heterogéneo y muy aprovechable para ser transformado en texto literario.
  39. Contar lo diferente y no lo obvio de cada día.
  40. Trazarse un boceto de escritura "en ruta" y atrapar las ideas susceptibles de ser incorporadas a nuestra futura obra.
  41. Recopilar anécdotas ajenas y apropiarse de algún detalle de cada una o de su totalidad.
  42. Del intercambio de textos con otros escritores pueden surgir propuestas y comentarios reveladores.
  43. Imitar una página del texto de un escritor consagrado y comprobar el ensamblaje de las palabras.
  44. Rescatar la espontaneidad del niño. Jugar y crear con todo lo que se tiene a mano.

 

Crónica del pescador de la avenida principal

Crónica del pescador de la avenida principal

Antonio Lobo Antunes

Ninguna felicidad se parece a otra. Y las formas de concebirla, anhelarla, buscarla y expresarla son diferentes. Como la de un hombre de 43 años que no entiende cómo alguien quiere ser feliz con él, si él es un tipo aburrido, que apenas habla, no le gusta convivir con nadie, ni expresar nada. Sólo le gusta pescar los fines de semana por la noche. ¿Y así, que felicidad le espera a alguien junto a él?

Me apetece, fíjate, regalarte flores. No te las regalo. Abrazarte. No te abrazo

Cómo se te ocurre querer ser feliz conmigo, nadie es feliz conmigo, soy un aburrido. No me gusta convivir, no me gusta salir, no me gusta el cine, no me gusta la playa, ni siquiera me gusta cenar fuera, me gusta quedarme en mi rincón y que no hablen conmigo. ¿Qué rayos de felicidad podría darte? ¿Que te quedaras también en un rincón, aburriéndote? Además no me fijo en las fechas: en tu cumpleaños, en el mío, en el día en que nos conocimos y por lo tanto no regalo flores, no doy besos, no doy abrazos, no celebro nada, no te dejo con lágrimas en los ojos, conmovida, poniendo rosas en los jarrones. Me gusta pescar. Los viernes por la noche me voy con los aparejos a la Marginal y me quedo allí hasta la madrugada. Y los sábados. Y los domingos. No me importan los faros de los coches. No me importa el olor del río. Creo que no me importan los peces. Pensándolo bien, tal vez ni me guste pescar: me gusta sentarme en la muralla a ver las luces de Almada que se reflejan temblando en el agua negra. ¿Cómo podían interesarte las luces temblorosas de Almada? Me hacen recordar a los ojos exactamente en el instante de las lágrimas, que vacilan. Tal vez me interesan las luces porque nunca lloro. Y no entiendo cómo se te ocurre ser feliz conmigo. Trabajamos en el mismo sitio. Me ves todos los días. Almorzamos con los compañeros en la cantina. Casi nunca hablo. Digo

-Pues sí

de vez en cuando para que no me consideren maleducado. Ceno en casa con mi padre. Mi padre tampoco habla casi nunca: si el silencio se prolonga demasiado tiempo nos decimos

-Pues sí

el uno al otro y seguimos pelando la fruta. Mi padre no se saca la pipa de la boca ni siquiera cuando mastica: se mete la comida por el otro lado de la boca, soltando volutas de humo. Si llegase a morir seguro que no podrían quitársela de la barbilla. Le dije

-No hay quien cierre el ataúd con usted así

a él se le ocurrió que un agujerito en la tapa, junto al crucifijo, resolvía la cuestión, y de tiempo en tiempo una voluta de humo subiría desde la lápida. Sólo tengo que dejarle dos o tres paquetes en los bolsillos para cuando no haya más que ceniza dentro del hornillo. De cualquier manera, el día en que eso ocurra va a temblar en el agua el reflejo de las luces de Almada.

Para ser sincero, creo que no quiero ser feliz contigo por culpa del reflejo. Imagíname, si tú te marchases, sentado en la muralla con los ojos exactamente en el instante de las lágrimas, vacilando: mil veces estar en un rincón y que no hablen conmigo, mil veces la pipa de mi padre

-Pues sí

y yo

-Pues sí

de vuelta. Hay cosas que no se aguantan a partir de cierta edad y yo cumplí cuarenta y tres años en marzo. Cuarenta y tres, aunque uno no lo reconozca, es un montón de años. Se fue mi madre, se fue mi tía por parte de mi madre, que vivía con nosotros, mi hermano, a la semana siguiente de que lo dejara su esposa, se abrazó a un tren en Algés: quedó un zapato, un pedacito de pantalón, el suéter con sangre a veinte metros de la vía, una de las patillas de las gafas. (Era miope, tropezaba con los muebles sin querer). ¿Se habrá abrazado a propósito al tren? Durante semanas, después de eso, la pipa de mi padre más rápida y ninguno de nosotros

-Pues sí

pelando mudos la fruta, con el maldito cuchillo fallando, fallando. Tardó en llegar a cortar el melocotón de nuevo. Tenemos la patilla de las gafas en el cajón de las bombillas fundidas y de las llaves antiguas, que no sé para qué puertas servían. Tal vez se pudiese abrir el

-Pues sí

con ellas y dentro del

-Pues sí

mi hermano que aseguró avanzando hacia el tren

-Ya vuelvo

y volvió hecho pedazos

(algunos pedazos)

con un modelo para armar al que le faltaba la mitad de las piezas, mientras que la pipa seguía echando volutas. Fue el único momento en que me apeteció fumar. Mi cuñada rehizo su vida, desapareció. Vive en España, me contaron, con un empleado bancario. Al volver de pescar no llevo pescados en la cesta, los echo de vuelta al Tajo. Esto antes de la mañana, minutos antes de la mañana, con miedo a que se apaguen las luces de Almada. No me abrazo al tren que va a Lisboa, voy dentro de él con los aparejos a mi lado. Ni un perro en la calle excepto uno de esos cachorros vagabundos que no se interesan por mí, con el hocico a ras de la acera, murmurando. Noto que mi padre se vuelve en la cama. Que el grifo de un primer vecino comienza a gotear, el que se levanta temprano para ir a correr al parque con una expresión al borde del infarto o del orgasmo. Al verme en el espejo, mi expresión cambia en un santiamén como los números de los relojes digitales donde soy un montón de ceros. No creo que seas feliz con un montón de ceros, aburriéndote también en un rincón. Si me preguntas si te quiero te digo que sí. O sea te diría que sí en el caso de que la patilla de las gafas no estuviese en el cajón de las bombillas fundidas y de las llaves antiguas. Pero está. Por tanto, a lo sumo puedo decir

-Pues sí

y pensar en otra cosa. Me da pena. Palabra de honor que me da una pena enorme y el cuchillo, desmañado, vuelve a fallar con el melocotón. Me apetece, fíjate, regalarte flores. No te las regalo. Abrazarte. No te abrazo. Fijarme en las fechas. No me fijo en ellas. Me quedo aquí con las manos sobre las rodillas. Y, como no me gusta salir, si me invitas a tu boda, discúlpame, pero no voy a ir. Participo en el obsequio de los compañeros de trabajo

 -Faltas tú, Guedes

y me quedo reflejado en el tablero de agua negra del escritorio, temblando.

Traducción de Mario Merlino

Apuntes sobre el arte de escribir cuentos Juan Bosh

Apuntes sobre el arte de escribir cuentos  Juan Bosh

El cuento es un género antiquísimo, que a través de los siglos ha tenido y mantenido el favor público. Su influencia en el desarrollo de la sensibilidad general puede ser muy grande, y por tal razón el cuentista debe sentirse responsable de lo que escribe, como si fuera un maestro de emociones o de ideas. Lo primero que debe aclarar una persona que se inclina a escribir cuentos es la intensidad de su vocación. Nadie que no tenga vocación de cuentista puede llegar a escribir buenos cuentos. Lo segundo se refiere al género. ¿Qué es un cuento?

La respuesta ha resultado tan difícil que a menudo ha sido soslayada incluso por críticos excelentes, pero puede afirmarse que un cuento es el relato de un hecho que tiene indudable importancia. La importancia del hecho es desde luego relativa, mas debe ser indudable, convincente para la generalidad de los lectores. Si el suceso que forma el meollo del cuento carece de importancia, lo que se escribe puede ser un cuadro, una escena, una estampa, pero no es un cuento. 

 "Importancia" no quiere decir aquí novedad, caso insólito, acaecimiento singular. La propensión a escoger argumentos poco frecuentes como tema de cuentos puede conducir a una deformación similar a la que sufren en su estructura muscular los profesionales del atletismo. Un niño que va a la escuela no es materia propicia para un cuento, porque no hay nada de importancia en su viaje diario a las clases; pero hay sustancia para el cuento si el autobús en que va el niño se vuelca o se  quema, o si al llegar a su escuela el niño halla que el maestro está enfermo o el edificio escolar se ha quemado la noche anterior.Aprender a discernir dónde hay un  tema para cuento es parte esencial de la técnica. Esa técnica es el oficio peculiar con que se trabaja el esqueleto de toda obra de creación: es la "tekné" de los griegos o, si se quiere, la parte de artesanado imprescindible en el bagaje del artista.

A menos que se trate de un caso excepcional, un buen escritor de cuentos tarda años en dominar la técnica del género, y la técnica se adquiere con la práctica más que con estudio. Pero nunca debe olvidarse que el género tiene una técnica y que ésta debe conocerse a fondo. Cuento quiere decir llevar cuenta de un hecho. La palabra proviene del latín computus, y es inútil tratar de rehuir el significado esencial que late en el origen de los vocablos. Una persona puede llevar cuenta de algo con números romanos, con números árabes, con signos algebraicos; pero tiene que llevar esa cuenta. No puede olvidar ciertas cantidades o ignorar determinados valores. Llevar cuenta es ir ceñido al hecho que se computa. El que no sabe llevar con palabras la cuenta de un suceso, no es cuentista.

De paso diremos que una vez adquirida la técnica, el cuentista puede escoger su propio camino, ser "hermético" o "figurativo" como se dice ahora, o lo que es lo mismo, subjetivo u objetivo; aplicar su estilo personal, presentar su obra desde su ángulo individual; expresarse como él crea que debe hacerlo. Pero no debe echarse en olvido que el género, reconocido como el más difícil en todos los idiomas, no tolera innovaciones sino de los autores que lo dominan en lo más esencial de su estructura.

El interés que despierta el cuento puede medirse por los juicios que les merece a críticos, cuentistas y aficionados. Se dice a menudo que el cuento es una novela en síntesis y que la novela requiere más aliento en el que la escribe. En realidad los dos géneros son dos cosas distintas; y es es más difícil lograr un buen libro de cuentos que una novela buena. Comparar diez páginas de cuento con las doscientas cincuenta de una novela es una ligereza. Una novela de esa dimensión puede escribirse en dos meses; un libro de cuentos que sea bueno y que tenga doscientas cincuenta páginas, no se logra en tan corto tiempo. La diferencia fundamental entre un género y el otro está en la dirección: la novela es extensa; el cuento es intenso.

 

El novelista crea caracteres y a menudo sucede que esos caracteres se le rebelan al autor y actúan conforme a sus propias naturalezas, de manera que con frecuencia una novela no termina como el novelista lo había planeado, sino como los personajes de la obra lo determinan con sus hechos. En el cuento, la situación es diferente; el cuento tiene que ser obra exclusiva del cuentista. Él es el padre y el dictador de sus Criaturas; no puede dejarlas libres ni tolerarles rebeliones. Esa voluntad de predominio del cuentista sobre sus personajes es lo que se traduce en tensión por tanto en intensidad. La intensidad de un cuento no es producto obligado, como ha dicho alguien, de su corta extensión; es el fruto de la voluntad sostenida con que el cuentista trabaja su obra. 

Probablemente es ahí donde se halla la causa de que el género sea tan difícil, pues el cuentista necesita ejercer sobre sí mismo una vigilancia constante, que no se logra sin disciplina mental y emocional; y eso no es fácil. Fundamentalmente, el estado de ánimo del cuentista tiene que ser el mismo para recoger su material que para escribir. Seleccionar la materia de un cuento demanda esfuerzo, capacidad de concentración y trabajo de análisis. A menudo parece más atrayente tal tema que tal otro; pero el tema debe ser visto no en su estado primitivo, sino como si estuviera ya elaborado.

El cuentista debe ver desde el primer momento su material organizado en tema, como si ya estuviera el cuento escrito, lo cual requiere casi tanta tensión como escribir. El verdadero cuentista dedica muchas horas de su vida a estudiar la técnica del género, al grado que logre dominarla en la misma forma en que el pintor consciente domina la pincelada: la da, no tiene que premeditarla. Esa técnica no implica, como se piensa con frecuencia, el final sorprendente. Lo fundamental en ella es mantener vivo el interés del lector y por tanto sostener sin caídas la tensión, la fuerza interior con que el suceso va produciéndose. El final sorprendente no es una condición imprescindible en el buen cuento. Hay grandes cuentistas, como Antón Chejov, que apenas lo usaron. "A la deriva", de Horacio Quiroga, no lo tiene, y es una pieza magistral. Un final sorprendente impuesto a la fuerza destruye otras buenas condiciones en un cuento. Ahora bien, el cuento debe tener su final natural como debe tener su principio.

No importa que el cuento sea subjetivo u objetivo; que el estilo del autor sea deliberadamente claro u oscuro, directo o indirecto: el cuento debe comenzar interesando al lector. Una vez cogido en ese interés el lector está en manos del cuentista y éste no debe soltarlo más. A partir del principio el cuentista debe ser implacable con el sujeto de su obra; lo conducirá sin piedad hacia el destino que previamente le ha trazado; no le permitirá el menor desvío. Una sola frase aun siendo de tres palabras, que no esté lógica y entrañablemente justificada por ese destino, manchará el cuento y le quitará esplendor y fuerza. Kippling refiere que para él era más importante lo que tachaba que lo que dejaba; Quiroga afirma que un cuento es una flecha disparada hacia un blanco y ya se sabe que la flecha que se desvía no llega al blanco.

La manera natural de comenzar un cuento fue siempre el "había una vez" o "érase una vez". Esa corta frase tenía -y tiene aún en la gente del pueblo- un valor de conjuro; ella sola bastaba para despertar el interés de los que rodeaban al relatador de cuentos. En su origen, el cuento no comenzaba con descripciones de paisajes, a menos que se tratara la presencia o la acción del protagonista; comenzaba con éste, y pintándola en actividad. Aún hoy, esa manera de comenzar es buena. El cuento debe iniciarse con el protagonista en acción, física o psicológica, pero acción; el principio no debe hallarse a mucha distancia del meollo mismo del cuento, a fin de evitar que el lector se canse.

Saber comenzar un cuento es tan importante como saber terminarlo. El cuentista serio estudia y practica sin descanso la entrada del cuento. Es en la primera frase donde está el hechizo de un buen cuento; ella determina el ritmo y la tensión de la pieza. Un cuento que comienza bien casi siempre termina bien. El autor queda comprometido consigo mismo a mantener el nivel de su creación a la altura en que la inició. Hay una sola manera de empezar un cuento con acierto: despertando de golpe el interés del lector. El antiguo "había una vez" o "érase una vez" tiene que ser suplido con algo que tenga su mismo valor de conjuro. El cuentista joven debe estudiar con detenimiento la manera en que inician sus cuentos los grandes maestros; debe leer, uno por uno, los primeros párrafos de los mejores cuentos de Maupassant, de Kipling, de Sherwood Anderson, de Quiroga, quien fue quizá el más consciente de todos ellos en lo que a la técnica del cuento se refiere.

Comenzar bien un cuento y llevarlo hacia su final sin una digresión, sin una debilidad, sin un desvío: he ahí en pocas palabras el núcleo de la técnica del cuento. Quien sepa hacer eso tiene el oficio de cuentista, conoce la "tekné" del género. El oficio es la parte formal de la tarea, pero quien no domine ese lado formal no llegará a ser buen cuentista. Sólo el que lo domine podrá transformar el cuento, mejorarlo con una nueva modalidad, iluminarlo con el toque de su personalidad creadora. 

Ese oficio es necesario para el que cuenta cuentos en un mercado árabe y para el que los escribe en una biblioteca de París. No hay manera de conocerlo sin ejercerlo. Nadie nace sabiéndolo, aunque en ocasiones un cuentista nato puede producir un buen cuento por adivinación de artista. El oficio es obra del trabajo asiduo, de la meditación constante, de la dedicación apasionada. Cuentistas de apreciables cualidades para la narración han perdido su don porque mientras tuvieron dentro de sí  temas escribieron sin detenerse a estudiar la técnica del cuento y nunca la dominaron; cuando la veta interior se agotó, les faltó la capacidad para elaborar, con asuntos externos a su experiencia íntima, la delicada arquitectura de un cuento. No adquirieron el oficio a tiempo, y sin el oficio no podían construir.

En sus primeros tiempos el cuentista crea en estado de semiinconsciencia. La acción se le impone; los personajes y sus circunstancias le arrastran; un torrente de palabras luminosas se lanza sobre él. Mientras ese estado de ánimo dura, el cuentista tiene que ir aprendiendo la técnica a fin de imponerse a ese mundo hermoso y desordenado que abruma su mundo interior. El conocimiento de la técnica le permitirá señorear sobre la embriagante pasión como Yavé sobre el caos. Se halla en el momento apropiado para estudiar los principios en que descansa la profesión de cuentista, y debe hacerlo sin pérdida de tiempo. Los principios del género, no importa lo que crean algunos cuentistas noveles, son inalterables; por lo menos, en la medida en que la obra humana lo es.

La búsqueda y la selección del material es una parte importante de la técnica; de la búsqueda y de la selección saldrá el tema. Parece que estas dos palabras -búsqueda y selección- implican lo mismo: buscar es seleccionar. Pero no es así para el cuentista. Él buscará aquello que su alma desea; motivos campesinos o de mar, episodios de hombres del pueblo o de niños, asuntos de amor o de trabajo. Una vez obtenido el material, escogerá el que más se avenga con su concepto general de la vida y con el tipo de cuento que se propone escribir.

Esa parte de la tarea es sagradamente personal; nadie puede intervenir en ella. A menudo la gente se acerca a novelistas y cuentistas para contarles cosas que le han sucedido, "temas para novelas y cuentos" que no interesan al escribir porque nada le dicen a su sensibilidad. Ahora bien, si nadie debe intervenir en la selección del tema, hay un consejo útil que dar a los cuentistas jóvenes: que estudien el material con minuciosidad y seriedad; que estudien concienzudamente el escenario de su cuento, el personaje y su ambiente, su mundo psicológico y el trabajo con que se gana la vida.

Escribir cuentos es una tarea seria y además hermosa. Arte difícil, tiene el premio en su propia realización. Hay mucho que decir sobre él. Pero lo más importante es esto: El que nace con la vocación de cuentista trae al mundo un don que está en la obligación de poner al servicio de la sociedad. La única manera de cumplir con esa obligación es  desenvolviendo sus dotes naturales, y para lograrlo tiene que aprender todo lo relativo a su oficio; qué es un cuento y qué debe hacer para escribir buenos cuentos. Si encara su vocación con seriedad, estudiará a conciencia, trabajará, se afanará por dominar el género, que es sin duda muy rebelde, pero dominable. Otros lo han logrado. Él también puede lograrlo.

 II

El cuento es un género literario escueto, al extremo de que un cuento no debe construirse sobre más de un hecho. El cuentista, como el aviador, no levanta vuelo para ira todas partes y ni siquiera a dos puntos a la vez; e igual que el aviador se halla forzado a saber con seguridad adonde se dirige antes de poner la mano en las palancas que mueven su máquina.

La primera tarea que el cuentista de e imponerse es la de aprender a distinguir con precisión cuál hecho puede ser tema de un cuento. Habiendo dado con un hecho, debe saber aislarlo, limpiarlo de apariencias hasta dejarlo libre de todo cuanto no sea expresión legítima de su sustancia; estudiarlo con minuciosidad y responsabilidad. Pues cuando el cuentista tiene ante sí un hecho en su ser más auténtico, se halla frente a un verdadero tema. El hecho es el tema, y en el cuento no hay lugar sino para un tema.

Ya he dicho que aprender a discernir dónde hay un tema de cuento es parte esencial de la técnica del cuento. Técnica, entendida en la “tekné” griega, es esa parte de oficio o artesanado indispensable para construir una obra de arte. Ahora bien, el arte del cuento consiste en situarse frente a un hecho y dirigirse á él resueltamente, sin darles caracteres de hechos a los sucesos que marcan el camino hacia el hecho; todos esos están subordinados al hecho hacia el cual va el cuentista; él es el tema.

Aislado el tema, y debidamente estudiado desde todos sus ángulos, el cuentista puede aproximarse a él como más le plazca, con el lenguaje que le sea habitual o connatural, en forma directa o indirecta. Pero en ningún momento perderá de vista que se dirige hacia ese hecho y no a otro punto. Toda palabra que pueda darle categoría de tema a un acto de los que se presentan en esa marcha hacia el tema, toda palabra que desvíe al autor un milímetro del tema, están fuera de lugar y deben ser aniquiladas tan pronto aparezcan; toda idea ajena al asunto escogido es yerba mala, que no dejará crecer la espiga del cuento con salud, y la yerba mala, como aconseja el Evangelio, debe ser arrancada de raíz.

Cuando el cuentista esconde el hecho a la atención del lector, lo va sustrayendo frase a frase de la visión de quien lo lee pero lo mantiene presente en el fondo de la narración y no lo muestra sino sorpresivamente en las cinco o seis palabras finales del cuento, ha construido el cuento según la mejor tradición del género. Pero los casos en que puede hacer esto sin deformar el curso natural del relato no abundan. Mucho más importante que el final de sorpresa es mantener en avance continuo la marcha que lo lleva del punto de partida al hecho que ha escogido como tema. Si el hecho se halla antes de llegar al final, es decir, si su presencia no coincide con la última escena del cuento, pero la manera de llegar a él fue recta y la marcha se mantuvo en iritmo apropiado, se ha producido un buen cuento.

Todo lo contrario resulta si el cuentista está dirigiéndose hacia dos hechos; en ese caso la marcha será zigzagueante, la línea no podrá ser recta, lo que el cuentista tendrá al final será una página confusa, sin carácter; cualquier cosa, pero no un cuento. Hace poco recordaba que cuento quiere decir llevar la cuenta de un hecho. El origen de la palabra que define el género está en el vocablo latino “computus”, el mismo que hoy usamos para indicar que llevamos cuenta de algo. Hay un oculto sentido matemático en la rigurosidad del cuento; como en las  matemáticas, en el cuento no puede haber confusión de valores.

El cuentista avezado sabe que su tarea es llevar al lector hacia ese hecho que ha escogido como tema; y que debe llevarlo sin decirle en qué consiste el hecho. En ocasiones resulta útil desviar la atención del lector haciéndole creer, mediante una frase discreta, que el hecho es otro. En cada párrafo, el lector deberá pensar que ya ha llegado al corazón del tema; sin embargo no está en él y ni siquiera ha comenzado a entrar en el círculo de sombras o de luz que separa el hecho del resto del relato. 

El cuento debe ser presentado al lector como un fruto de numerosas cáscaras que van siendo desprendidas a los ojos de un niño goloso. Cada vez que comienza a caer una de las cáscaras, el lector esperará la almendra de la fruta; creerá que ya no hay cortezas y que ha llegado el momento de gustar el anhelado manjar vegetal. De párrafo en párrafo, la acción interna y secreta del cuento seguirá por debajo de la acción externa* y visible; estará oculta por las acciones accesorias, por una actividad que en verdad no tiene otra finalidad que conducir al lector hacia el hecho. En suma, serán cáscaras que al desprenderse irán acercando el fruto a la boca del goloso.

Ahora bien, en cuanto al hecho que da el tema, ¿cómo conviene que sea? Humano, o por lo menos humanizado. Lo que pretende el cuentista es herir la sensibilidad o estimular las idea del lector; luego, hay que dirigirse a él a través de sus sentimientos o de su pensamiento. En las fábulas de Esopo como en los cuentos de Rudyard Kipling, en los relatos infantiles de Andersen como en las parábolas de Oscar Wilde, animales, elementos y objetos tienen alma humana. La experiencia íntima del hombre no ha traspasado los límites de su propia esencia; para él, el universo infinito y la materia mensurable existen como reflejo de su ser. A pesar de la creciente humildad a que lo somete la ciencia, él seguirá siendo por mucho tiempo el rey de la creación, que vive orgánicamente en función de señor supremo de la actividad universal. Nada interesa al hombre más que el hombre mismo. El mejor tema para un cuento será siempre un hecho humano, o por lo menos relatado en términos esencialmente humanos.

La selección del tema es un trabajo serio y hay que acometerlo con seriedad. El cuentista debe ejercitarse en el arte de distinguir con precisión cuándo un tema es apropiado para un cuento. En esta parte de la tarea entra a jugar el don nato del relatador. Pues sucede que el cuento comienza a formarse en el acto, en ese instante de la selección del hecho-tema. Por sí solo, el tema no es en verdad el germen del cuento, pero se convierte en tal germen precisamente en el momento
en que el cuentista lo escoge por tema.

Si el tema no satisface ciertas condiciones, el cuento será pobre o francamente malo aunque su autor domine a perfección la manera de presentarlo. Lo pintoresco, por ejemplo, no tiene calidad para servir de tema; en cambio puede serlo, y muy bueno, para un artículo de costumbre o para una página de buen humor.

El tema requiere un peso específico que lo haga universal. Puede ser muy local en su apariencia, pero debe ser universal en su valor intrínseco. El sufrimiento, el amor, el sacrificio, heroísmo, la generosidad, la crueldad, la avaricia, son valores universales, positivos o negativos, aunque se presenten en hombres y mujeres cuyas vidas no traspasan las linde de lo local; son universales en el habitante de las grandes ciudades, en el de la jungla americana o en el de los iglús esquimales.

Todo lo dicho hasta ahora se resume en estas pocas palabras: si bien el cuentista tiene que tomar un hecho y aislarlo de sus apariencias para construir sobre él su obra, no basta para el caso un hecho cualquiera; debe ser un hecho humano que conmueva a los hombre, y debe tener categoría universal. De esa especie de hechos está lleno el mundo; están llenos los días y las horas, y a donde quiera que el cuentista vuelva los ojos hallará hechos que son buenos temas.

Ahora bien, si en ocasiones esos hechos que nos rodean se presentan en tal forma que bastaría con relatarlos para tener cuentos, lo cierto es que comúnmente el cuentista tiene que estudiar el hecho para saber cuál de sus ángulos servirá para un cuento. A veces el cuento está determinado por la mecánica misma del hecho, pero también puede estarlo por su esencia, por sus motivaciones o por su apariencia formal. Un ladronzuelo cogido in fraganti puede dar un cuento excelente si quien lo sorprende robando es un hermano, agente de policía, o si la causa del robo es el hambre de la madre del descuidero; y puede ser también un magnífico cuento si se trata del primer robo del autor y el cuentista sabe presentar el desgarrón psicológico que supone traspasar la barrera que hay entre el mundo normal y el mundo de los delincuentes. 

En los tres casos el hecho-tema sería distinto; en el primero, se hallaría en la circunstancia de que el hermano del ladrón es agente de policía; en el segundo, en el hambre de la madre; en el tercero, en el desgarrón psicológico. De donde puede colegirse por qué hemos insistido en que el hecho que sirve de tema debe estar libre de apariencias y de todo cuanto no sea expresión legítima de su sustancia. Pues en estos tres posibles cuentos el tema parece ser de captura del ladronzuelo mientras roba, y resulta que hay tres temas distintos, y en los tres la captura del joven delincuente es un camino hacia el corazón del hecho-tema.

Aprender a ver un tema, saber seleccionarlo, y aún dentro de él hallar el aspecto útil para desarrollar el cuento, es parte importantísima en el arte de escribir cuentos. La rígida disciplina mental y emocional que el cuentista ejerce sobre sí mismo comienza a actuar en el acto de escoger el tema. Los personajes de una novela contribuyen en la redacción del relato por cuanto sus caracteres, una vez creados, determinan en mucho el curso de la acción. Pero en el cuento toda la obra es del cuentista y esa obra está determinada sobre todo por la calidad del tema. Antes de sentarse a escribir la primera palabra, el cuentista debe tener una idea precisa de cómo va a desenvolver su obra. Si esta regla no se sigue, el resultado será débil. Por caso de adivinación, en un cuentista nato de gran poder, puede darse un cuento muy bueno sin seguir esta regla; pero ni aún el mismo autor podra garantizar de antemano qué saldrá de su trabajo cuando ponga la palabra final. En cambio, otra cosa sucede si el cuentista trabaja conscientemente y organiza su construcción al nivel del tema que elige.

Así como en la novela la acción está determinada por los caracteres de sus protagonistas, en el cuento el tema da la acción. La diferencia más drástica entre el novelista y el cuentista se halla en que aquel sigue a sus personajes mientras que éste tiene que gobernarlos. La acción del cuento está determinada por el tema pero tiene que ser dictatorialmente regida por el cuentista; no puede desbordarse ni cumplirse en todas sus posibilidades, sino únicamente en los términos estrictamente imprescindibles al desenvolvimiento del cuento y entrañablemente vinculados al tema. 

Los personajes de una novela pueden dedicar diez minutos a hablar de un cuadro que no tiene función en la trama de la novela; en un cuento no debe mencionarse siquiera en cuadra si él no es parte importante en el curso de la acción. El cuento es el tigre de la fauna literaria; si le sobra un kilo de grasa o de carne, no podrá garantizar la cacería de sus víctimas. Huesos, músculos, piel, colmillos y garras nada más, el tigre está creado para atacar y dominar a las otras bestias de la selva. Cuando los años le agregan grasa a su peso, le restan elasticidad en los músculos, aflojan sus colmillos o debilitan sus poderosas garras, el majestuoso tigre se halla condenado a morir de hambre.

El cuentista debe tener alma de tigre para lanzarse contra el lector, o   instinto de tigre para seleccionar el tema y calcular con exactitud a qué  distancia está su víctima y con qué fuerza debe precipitarse sobre ella.Pues  sucede que en la oculta trama de ese arte difícil que es escribir cuentos, el lector y el tema tienen un mismo corazón. Se dispara a uno para herir al otro. Al dar su salto asesino hacia el tema, el tigre de la fauna literaria está saltando también sobre el lector.

III

 Hay una acepción del vocablo “estilo” que lo identifica con el modo, la forma, la manera particular de hacer algo. Según ella, el uso, la práctica o la costumbre en la ejecución de ésta o aquella obra implica un conjunto de reglas que debe ser tomado en cuenta a la hora de realizar esa obra.

¿Se conoce algún estilo, en el sentido de modo o forma, en la tarea de escribir cuentos? Sí. Pero como cada cuento es un universo en sí mismo, que demanda el don creador en quien lo realiza, hagamos desde este momento una distinción precisa: el escritor de cuentos es un artista; y para el artista -sea cuentista, novelista, poeta, escultor, pintor, músico- las reglas son leyes misteriosas, escritas para él por un senado sagrado que nadie conoce; y esas leyes son ineludibles.

Cada forma, en arte, es producto de una suma de reglas, y en cada conjunto de reglas hay divisiones: las que dan a una obra su carácter como género, y las que rigen la materia con que se realiza. Unas y otras se mezclan para formar el todo de la obra artística, pero las que gobiernan la materia con que esa obra se realiza resultan determinantes en la manera peculiar de expresarse que tiene el artista.

En el caso del autor de cuentos, el medio de creación de que se sirve es la lengua, cuyo mecanismo debe conocer a cabalidad.

Del conjunto de reglas hagamos abstracción de las que gobiernan la materia expresiva. Esas son el bagaje primario del artista, y con frecuencia él las domina sin haberlas estudiado a fondo. Especialmente en el caso de la lengua, parece no haber duda de que el escritor nato trae al mundo un conocimiento instintivo de su mecanismo que a menudo resulta sorprendente, aunque tampoco parece haber duda de que ese don mejora mucho cuando el conocimiento instintivo se lleva a la conciencia por la vía del estudio.

Hagamos abstracción también de las reglas que se refieren a la manera peculiar de expresarse de cada autor. Ellas forman el estilo personal, dan el sello individual, la marca divina que distingue al artista entre la multitud de sus pares. Quedémonos por ahora con las reglas que confieren carácter a un género dado; en nuestro caso, el cuento. Esas reglas establecen la forma, el modo de producir un cuento.

La forma es importante en todo arte. Desde muy antiguo se sabe que en lo que atañe a la tarea de crearla, la expresión artística se descompone en dos factores fundamentales: tema y forma. En algunas artes la forma tiene más valor que el tema; ese es el caso de la escultura, la pintura y la poesía, sobre todo en los últimos tiempos.

La estrecha relación de todas las artes entre sí, determinada por el carácter que le imprime al artista la actitud del conglomerado social ante los problemas de su tiempo -de su generación-, nos lleva a tomar nota de que a menudo un cambio en el estilo de ciertos géneros artísticos influye en el estilo de otros. No nos hallamos ahora en el caso de investigar si en realidad se produce esa influencia con intensidad decisiva o si todas las artes cambian de estilo a causa de cambios profundos introducidos en la sensibilidad social por otros factores. Pero debemos admitir que hay influencias. Aunque estamos hablando del cuento, anotemos de paso que la escultura, la pintura y la poesía de h se realizan con la vista puesta en la forma más que en el tema. Esto puede parecer una observación estrafalaria, dado que precisamente esas artes han escapado a las leyes de la forma al abandonar sus antiguos modos de expresión. Pero en realidad, lo que abandonaron fue su sujeción al tema para entregarse exclusivamente a la forma. La pintura y la escultura abstractas son sólo materia y forma, y el sueño de sus cultivadores es expulsar el tema en ambos géneros. La poesía actual se inclina a quedarse en las palabras y la manera de usarlas, al grado que muchos poemas modernos que nos emocionan no resistirían un análisis del tema que los llevan dentro.

Volveremos sobre este asunto más tarde. Por ahora recordemos que hay un arte en el que tema y forma tienen igual importancia en cualquier época: es la  música. No se concibe música sin tema, lo mismo en el Mozart del siglo XVIII que en el Partok del siglo XX. Por otra parte, el tema musical no podría existir sin la forma que lo explica debido a que la música debe ser interpretada por terceros. Pero en la novela y en el cuento, que no tienen intérpretes sino espectadores del orden intelectual, el tema es más importante que la forma, y desde luego mucho más importante que el estilo con que el autor se expresa.

Todavía más: en el cuento el tema importa más que en la novela. Pues en su sentido estricto, el cuento es el relato de un hecho, un solo, y ese hecho —que es el tema— tiene que ser importante, debe tener importancia por sí mismo, no por la manera de presentarlo.

Ante dije que “un cuento no puede construirse sobre más de un hecho. El cuentista, como el aviador, no levanta vuelo para ir a todas partes y ni siquiera a dos puntos a la vez; e igual que el aviador, se halla forzado a saber con seguridad adonde se dirige antes de poner la mano en las palancas que mueven su máquina”.

La convicción de que el cuento tiene que ceñirse a un hecho, y sólo a uno, es lo que me ha llevado a definir el género como “el relato de un hecho que tiene indudable importancia”. A fin de evitar que el cuentista novel entendiera por hecho de indudable importancia un suceso poco común, expliqué en esa misma oportunidad que “la importancia del hecho es desde luego relativa; mas debe ser  indudable, convincente para la generalidad de los lectores”; y más adelante decía que “importancia no quiere decir aquí novedad, caso insólito, acaecimiento singular. La propensión a escoger argumentos poco frecuentes como temas de cuentos puede conducir a una deformación similar a la que sufren en sus estructuras musculares los profesionales del atletismo”.

Hasta ahora se ha tenido la brevedad como una de las leyes fundamentales del cuento. Pero la brevedad es una consecuencia natural de la esencia misma del género, no un requisito de la forma. El cuento es breve porque se halla limitado a relatar un hecho y nada más que uno. El cuento puede ser largo, y hasta muy largo, si se mantiene como relato de un solo hecho. No importa que un cuento esté escrito en cuarenta páginas, en sesenta, en ciento diez; siempre conservará sus características si es el relato de un solo acontecimiento, así como no las tendrá si se dedica a relatar más de uno, aunque lo haga en una sola página.

Es probable que el cuento largo se desarrolle en el porvenir como el tipo de obra literaria de más difusión, pues el cuento tiene la posibilidad de llegar al nivel épico sin correr el riesgo de meterse en el terreno de la epopeya, y alcanzar ese nivel con personajes y ambientes cotidianos, fuera de las fronteras de la historia y en prosa monda y lironda, es casi un milagro que confiere al cuento una categoría artística en verdad extraordinaria.

“El arte del cuento consiste en situarse frente a un hecho y dirigirse a él
resueltamente, sin darles caracteres de hechos a los sucesos que marcan el camino hacia el hecho...” dije antes. Obsérvese que el novelista sí da
caracteres de hechos a los sucesos que marcan el camino hacia el hecho central que sirve de tema a su relato; y es la descripción de esos sucesos -a los que podemos calificar de secundarios- y su entrelazamiento con el suceso principal, lo que hace de la novela un género de dimensiones mayores, de ambiente más variado, personajes más numerosos y tiempo más largo que el cuento.

El tiempo del cuento es corto y concentrado. Esto se debe a que es el
tiempo en que acaece un hecho -uno solo, repetimos-, y el uso de ese tiempo en función de caldo vital del relato exige del cuentista una capacidad especial para tomar el hecho en su esencia, en las líneas más puras de la acción.

Es ahí, en lo que podríamos llamar el poder de expresar la acción sin desvirtuarla con palabras, donde está el secreto de que el cuento pueda elevarse a niveles épicos. Thomas Mann sintió el aliento épico en algunos cuentos de Chejov —y sin duda de otros autores—, pero no dejó constancia de que conociera la causa de ese aliento. La causa está en que la epopeya -el héroe- es un artista de la acción pura, un cuentista lleva a categoría épica el relato de un hecho realizado por hombres y mujeres que no son héroes en el sentido convencional de la palabra, el cuentista tiene el don de crear la atmósfera de la epopeya sin verse obligado a recurrir a los grandes actores del drama histórico y a los episodios en que figuraron. ¿No es esto un privilegio en el mundo del arte?

Aunque hayamos dicho que en el cuento el tema importa más que la forma, debemos reconocer que hay una forma -en cuanto manera, uso o práctica de hacer algo- para poder expresar la acción pura, y que sin sujetarse a ella no hay cuento de calidad. La mayor importancia del tema en el género cuento no significa, pues, que la forma puede ser manejada a capricho por el aspirante a cuentista. Si lo fuera, ¿cómo podríamos distinguir entre cuento, novela e historia, géneros parecidos pero diferentes?

Para el cuento hay una forma. ¿Cómo se explica, pues, que en los últimos tiempos, en la lengua española —porque no conocemos caso parecido en
otros idiomas— se pretenda escribir cuentos que no son cuentos en el orden estricto del vocablo?  A pesar de la familiaridad de los géneros, una novela no puede ser escrita con forma de cuento o de historia, ni un cuento con forma de novela o de, relato histórico, ni una historia como si fuera novela o cuento.

Un eminente crítico chileno escribió hace algunos años que “junto al cuento tradicional” al cuento “que puede contarse”, con principio, medio y fin, el conocido y clásico, existen otros que flotan elásticos, vagos, sin contornos definidos ni organización rigurosa. Son interesantísimos y, a veces, de una extremada delicadeza; superan a menudo a sus parientes de antigua prosapia; pero ¿cómo negarlo, cómo discutirlo? Ocurre que no son cuentos; son otra cosa: divagaciones, relatos, cuadros, escenas, retratos imaginarios, estampas, trozos o momentos de vida; son y pueden ser mil cosas más; pero, insistimos, no son cuentos, no deben llamarse cuentos. Las palabras, los nombres, los títulos, calificaciones y clasificaciones tienen por objeto aclarar y distinguir, no obscurecer o confundir las cosas. Por eso al pan conviene llamarlo pan. Y al cuento, cuento.

Pero sucede que como hemos dicho hace poco, un cambio en el estilo de ciertos géneros artísticos se refleja en el estilo de otros. La pintura, la escultura y la poesía están dirigiéndose desde hace algún tiempo a la síntesis de materia y forma, con abandono del tema; y esta actitud de pintores, escultores y poetas ha influido en la concepción del cuento americano, o el cuento de nuestra lengua ha resultado influido por las misma causas que han determinado el cambio de estilo en pintura, escritura y poesía.

Por una o por otra razón, en los cuentistas nuevos de América se advierte una marcada inclinación a la idea de que el cuento debe acumular imágenes literarias sin relación con el tema. Se aspira a crear un tipo de cuento —el llamado “cuento abstracto”—, que acaso podrá llegar a ser un género literario nuevo, producto de nuestro agitado y confuso siglo XX, pero que no es ni será cuento.

Ahora bien, ¿cuál es la forma del cuento? En apariencia, la forma está implícita en el tipo de cuento que se quiera escribir. Los hay se dirigen a relatar a acción, sin más consecuencias; los hay cuya finalidad es delinear un carácter ó destacar el aspecto saliente de una personalidad; otros ponen de manifiesto problemas sociales, políticos, emocionales colectivos o individuales; otros buscan conmover al lector, sacudiendo su sensibilidad con la presentación de un hecho trágico o dramático, en cada caso el cuentista tiene que ir desenvolviendo el tema en forma apropiada a los fines que persigue.

Pero esa forma es la de cada cuento y cada autor; la que cambia y se ajusta no sólo al tipo de cuento que se escribe sino también a la manera de escribir del cuentista. Diez cuentistas diferentes pueden escribir diez cuentos  dramáticos, tiernos, humorísticos, con diez temas distintos y con diez formas de expresión que no se parezcan entre sí; y los diez cuentos pueden ser diez obras maestras.

Hay, sin embargo, una forma sustancial; la profunda, la que el lector corriente no aprecia, a pesar de que a ella y sólo a ella se debe que el cuento que está leyendo le mantenga hechizado y atento al curso de la acción que va desarrollándose en el relato o al destino de los personajes que figuran en él. De manera intuitiva o consciente, esa forma ha sido cultivada con esmero por todos los maestros del cuento.

Esa forma tiene dos leyes ineludibles, iguales para el cuento hablado y para el escrito; que no cambian por el cuento sea dramático, trágico, humorístico, social, tierno, de ideas, superficial o profundo; que rigen el alma del género lo mismo cuando los personajes son ficticios que cuando son reales, cuando son animales o plantas, agua o aire, seres humanos, aristócratas, artistas o peones. La primera ley es la ley de la fluencia constante.

La acción no puede detenerse jamás; tiene que correr con libertad en el
cauce que le haya fijado el cuentista, dirigiéndose sin cesar al fin que
persigue el autor; debe correr sin obstáculos y sin meandros; debe moverse al ritmo que imponga el tema —más lento más vivaz—, pero moverse siempre. La acción puede ser objetiva o subjetiva, externa o interna, física o psicológica; puede incluso ocultar el hecho que sirve de tema si el cuentista desea sorprendernos con un final inesperado. Pero no puede detenerse.

Es en la acción donde está la sustancia del cuento. Un cuento tierno debe
ser tierno porque la acción en sí misma tenga cualidad de ternura, no porque las palabras con que se escribe el relato aspiren a expresar ternura; un cuento dramático lo es debido a la categoría dramática del hecho que le da vida, no por el valor literario de las imágenes que lo exponen. Así, pues, la acción por sí misma, y por su única virtualidad, es lo que forma el cuento. Por tanto, la acción debe producirse sin estorbos, sin que el cuentista se entrometa en su discurrir buscando impresionar al lector con palabras ajenas al hecho para convencerlo de que el autor ha captado bien la atmósfera del suceso.

La segunda ley se infiere de lo que acabamos de decir y puede expresarse
así: el cuentista debe usar sólo las palabras indispensables para expresar la acción. La palabra puede exponer la acción pero no puede suplantarla. Miles de frases son incapaces de decir tanto como una acción. En el cuento la frase justa y necesaria es la que dé paso a a la acción, en el estado de mayor pureza que pueda ser compatible con la tarea de expresarla a través de palabras y con la manera peculiar que tenga cada cuentista de usar su propio léxico.

Toda palabra que no sea esencial al fin que se ha propuesto el cuentista resta fuerza a la dinámica del cuento y por tanto lo hiere en el centro mismo de su alma. Puesto que el cuentista debe ceñir su relato al tratamiento de un solo hecho —y de no ser así no está escribiendo un cuento—, no se haya autorizado a desviarse de él con frases que alejen al lector del cauce que sigue la acción.

Podemos comparar el cuento con un hombre que sale de su casa a evacuar una diligencia. Antes de salir ha pensado por dónde irá, qué calles tomará, qué vehículo usará; a quién se dirigirá, qué le dirá. Lleva un propósito conocido. No ha salido a ver qué encuentra, sino que sabe lo que busca.

Ese hombre no se parece al que divaga, pasea; se entretiene mirando flores en un parque, oyendo hablar a dos niños, observando una bella mujer que pasa; entra en un museo para matar el tiempo; se mueve de cuadro en cuadro; admira aquí el estilo impresionista de un pintor y más allá el arte abstracto de otro.

Entre esos dos hombres, el modelo del cuentista debe ser el primero, el que se ha puesto en acción para alcanzar algo. También el cuento es un tema en acción para llegar a un punto. Y así como los actos del hombre de marras están gobernados por sus necesidades, así la forma del cuento está regida por su naturaleza activa.

En la naturaleza, activa del cuento reside su poder de atracción, que alcanza a todos los hombres de todas las razas en todos los tiempos.

Caracas, septiembre de 1958.

La segunda persona

La segunda persona

En este apartado estudiaremos a un narrador controvertido, porque desde la teoría se le niega la existencia.  Genette afirma que en realidad sólo existe una primera persona que emite el discurso; otros como Luz Aurora Pimentel y Helena Beristáin consideran que la segunda es apenas un deslizamiento de la primera persona.  A partir de los estudios de Butor, Alberto Paredes menciona las dos categorías de esta segunda persona, sin embargo advierte que se trata de un tema poco estudiado.

Aparentemente no es nada nuevo que un narrador se dirija a su narratario, esa era una práctica común en las novelas del siglo XIX: “Como verá el querido lector”, sin embargo, durante el siglo XX, esta fórmula se desarrolló de manera por demás interesante, baste mencionar a cuatro grandes escritores que hicieron de esta segunda persona un mediador por demás eficaz, como es el caso de Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Ítalo Calvino y Rosa Montero.  Por lo tanto, considero que resulta muy interesante ahondar en la práctica de esta posibilidad y compartirla con aquellos que pretenden ser cuentistas.

Características generales del narrador en la segunda persona gramatical
 
Con la segunda persona gramatical podemos encontrar matices del narrador muy interesantes porque a través de un yo presente o ausente se dirigen a un tú que es al mismo tiempo el protagonista y el lector.  Hay momentos en que pueden dirigirse al protagonista y ser una especie de dios que le dicta qué debe hacer; o convertirse en su conciencia y espejo, una especie de alter ego interior.  También puede ser una entidad que le cuenta la historia a los personajes, siempre hablándoles directamente de tú, como si estuviera presente.  Otra opción es cuando se dirige al lector como si lo estuviera viendo y lo arrastra a la trama, incluso puede crear complicidades con el lector al deslizarse sutilmente de primera a segunda.
Según Alberto Paredes la segunda persona aparece cuando:
El narrador usa la extraña persona  para dirigirse a su personaje o personajes.  Estos son designados por la segunda persona.  El narrador se ubica en una primera persona, un yo se oculta detrás de sus propias palabras y las únicas persona consistentes y efectivas son los personajes, nombrados ya sea como un tú (o usted) o él.  Así pues, irrefutablemente se tiene una narración en segunda persona.[1]
Michel Butor ha estudiado con particular interés este proceso narrativo.  Él dice que hay que obligar al personaje a contar su historia, porque miente, oculta o se oculta a sí mismo cosas.
Así, siempre que se quiera describir un auténtico proceso de la conciencia, el nacimiento mismo del lenguaje o de un lenguaje, la segunda persona será la más eficaz”[2] 
 Las categorías del narrador en segunda persona.
Alberto Paredes menciona dos categorías básicas en esta segunda persona: aquella en donde aparece un yo explícito que se comunica a un tú, es la segunda aparente; y otra donde ese yo queda implícito es la segunda plena.
La segunda aparente, donde se trasluce un yo que le habla a un tú, y que evidentemente hace alusiones en primera persona.
Según Paredes, encontramos una segunda persona aparente cuando: “El narrador no simula al lector que eso que lee son acontecimientos en sí, «vidas»; no crea esa ilusión; lo interpela directamente y dice que le va a contar una historia.”[3]
La segunda plena siempre narra en tú, sin que se trasluzca el yo detrás.  “Cuando ya no se evidencia  su realidad de primera persona y crea el circuito de segunda persona con el personaje.  Entonces, las posibilidades apuntadas de la segunda persona tienen mejor campo de desarrollo.”[4]
 
 I. Narradores en segunda aparente.
 
1. El epistolar
En una carta, solemos hablar desde la primera persona con el receptor  que se convierte en un tú; este narrador habla al lector y al personaje al mismo tiempo desde un yo de letra, por eso prefiero llamar a éste el narrador epistolar.
Caperucita le escribe a su abuela para que recuerde el episodio del lobo:
Abuela, ¿te acuerdas? Te asustaste mucho dentro del ropero hasta que llegamos a rescatarte.  Bueno, hasta que nos rescató el leñador-guardabosques-cazador. Saliste ilesa, un poco pálida y en calzones, pero sin un rasguño. ¿Recuerdas que corrí a abrazarte? Ay, abuela, desde ese día ya nada es igual.
  • Leer “La signatura de la esfinge” de Rafael Arévalo Martínez.
2. El narrador cómplice
Dentro de la segunda aparente cabría el caso de alguien que contara en primera y se fuera deslizando hacia la segunda para involucrar y crear una complicidadinconsciente con el lector,  por esa razón, llamo a este caso el narrador cómplice. Un excelente ejemplo es el de Rosa Montero en La hija del caníbal:
A pesar de mi sobrenombre [Fortuna], no estoy muy convencido de que la buena suerte exista.  Pero sí  que existe la desgracia.  La desgracia escomo un mundo sin sol y sin estrellas, un mundo paralelo al que vivimos.  Un día, tal vez por descuido, por azar, por torpeza, te deslizas sin querer al mundo de las sombras. Al principio apenas si adviertes la diferencia, al principio ignoras que te has equivocado de realidad.  Algo se tuerce, algo sale mal, sobreviene el dolor.  Pero todos creemos que lo superaremos, que saldremos de ésta.  Que ya hemos dejado lo peor atrás, porque no puede haber nada peor que lo ya vivido.[5]
Un narrador que busque la complicidad con su lector narraría la Caperucita así:
Claro que grité, de camino había escuchado el silbido del leñador-guardabosques-cazador. Claro que grité, cuando una está en peligro, grita, qué otra cosa vas a hacer, ni modo de quedarte callada y esperar a que el lobo te devore.  Gritas con ganas y esperas que alguien te haya oído. Es tu vida la que está en juego. Gritas, te orinas del miedo, te callas un poco para tomar aliento, tomas lo que encuentras a la mano para defenderte, pegas y corres para luego volver a gritar más fuerte hasta que se te acaba la voz o alguien llega a auxiliarte.  En ese momento solamente piensas en salvar el pellejo, no sientes  odio, ni siquiera dolor, sino un terror inmenso que te da fuerza para correr, golpear y gritar al mismo tiempo.  Después, cuando el riesgo pasa, lloras, tiemblas, te desmayas, agradeces de rodillas, hasta quisieras ser la esclava del héroe que te salvó…    
Este narrador es por necesidad protagonista, antagonista o aquel personaje que necesita que el lector se ponga por momentos en su lugar.
II. Narradores con segunda persona plena
 
1. El narrador  titiritero
 
En este caso, el narrador se encuentra fuera de la historia, es una especie de omnisciente que le dicta la historia al protagonista y al lector al mismo tiempo.   Es un dios implacable éste es el caso de lo que llamo el narrador titiritero como el que utiliza Carlos Fuentes  enAura.
LEES ESE ANUNCIO: UNA OFERTA DE ESA NATURALEZA no se hace todos los días. Lees y relees el aviso.  Parece dirigido a ti, a nadie más.  Distraído, dejas que la ceniza del cigarro caiga dentro de la taza de té que has estado bebiendo en este cafetín sucio y barato.  Tú reelás.  Se solicita historiador joven.  […]  Vivirás ese día, idéntico a los demás, y no volverás a recordarlo sino al día siguiente, cuando te sientes de nuevo en la mesa del cafetín, pidas el desayuno y abras el periódico.  Al llegar a la página de anuncios, allí estarás, otra vez, esas letras destacadas historiador joven.  Nadie acudió ayer.  Leerás el anuncio.  Te detendrás en el último renglón: cuatro mil pesos.[6]
Respecto a este narrador en particular dice la doctora Beritáin:
“como si el autor, desde una primera persona implícita, se dirigiera a un personaje, o al lector, o a sí mismo, no sólo en presente o en pretérito, sino inclusive en futuro […] en este caso la narración  parece adquirir una carga significativa de mandato o augurio.”[7]
Este narrador contaría la Caperucita más o menos así:
Te dice tu madre que debes llevar esa canasta a la casa de tu abuela, tú asientes distraída, claro, claro, el lobo, pero no escuchas porque miras el vuelo de un avispón, juras irte por el camino y no atravesar el bosque, pero ni por un segundo pretendes obedecer, si en el bosque hay flores tan bonitas y la abuela está enferma, te preguntas qué daño puede hacerle a la anciana que llegues un poco más tarde con un ramo de flores silvestres. De modo que le juras a tu madre irte sólo por el camino real.  Te encontrarás con el lobo, pero pensarás que es únicamente un perro grande que habla, y que amablemente te indicará un camino alternativo. Entre tanto, él tomará un atajo, llegará antes que tú a la casa de la abuela y se deshará de ella.  Para cuando llegues se habrá puesto el camisón de la anciana y te esperará acostado cómodamente. Tendrá paciencia porque el manjar que representa tu carne suave lo vale.  Al llegar, tocarás la puerta y él te invitará a entrar.  No te percatarás del engaño hasta que te ataque.   Sentirás su aliento fétido que te penetrará cada poro.  Uno de sus colmillos alcanzará a rasgarte la piel.  Gritarás y mezclarás tu voz con sus gruñidos, tus lágrimas y tus mocos  con su saliva.  Gritarás y seguirás gritando, no te quedará otra defensa. Pensarás que nadie va a oír tus chillidos si no está cerca.
Es necesario manejar con excelencia los tiempos verbales en la segunda persona para crear un narrador con esta fuerza.


2.  El espejo-conciencia
Otra opción de la segunda plena es la que llamo del espejo-conciencia. Aquí estamos hablando de un desdoblamiento del yo de la protagonista que se dirige a ella desde su propia conciencia, aquí el juego interesante es que al usar el tú, este narrador parece hablarle al lector, pero en realidad le habla a la faceta humana que comparte la protagonista con el lector. Por lo tanto es por fuerza el alter ego del personaje quien narra y está profundamente inmerso en la historia, aunque tiene oportunidad de reflexionar y tomar distancia.
Al respecto dice Helena Beristáin quien a su vez cita a Butor:
O puede también interpretarse como la manifestación de un personaje desdoblado, o como alguien “a quien se le cuenta su propia historia, algo de sí mismo que él no conoce, o que ha olvidado o que nunca supo”, o que finge ignorar, lo que no puede decir de él mismo, por lo que  “el narrador le presta su voz”.[8]
En el caso de Caperucita sería más o menos así:
Te levantaste tarde, tu madre no quiso hacer ruido, había temido perderte y también a tu abuela, pero tú sabes que se siente culpable de haberte enviado con la comida, eres una niña, pero también sabes que te gusta el peligro, desprecias un poco a tu madre por ser tan miedosa, por temerle al relámpago y al trueno, a la noche y también al lobo, bueno el lobo sí resultó peligroso, pero allí estaba el cazador-leñador-guardabosques, quieres casarte con él cuando crezcas, como en unos cinco años. 
III.  Deslizamiento entre la segunda plena y la segunda aparente.
También existe la posibilidad de combinar ambas posibilidades a partir de deslizamientos entre un narrador en segunda plena y uno en segunda aparente.
 
1. El narrador que involucra al lector
Otra opción mixta es la que llamo de el narratario involucrado, en este caso nos encontramos con un narrador interno y externo a la historia, a la vez.  Se trata de una especie de un avec del lector o narratario, y omnisciente en  la historia, es decir, parece estar fuera del texto y saber qué está haciendo el lector y cómo reacciona con respecto al desarrollo de la historia; por lo tanto le indica  al narratario qué debe hacer, pensar y sentir.  Habla con quien lo está leyendo, a veces cuenta la historia de manera directa y más adelante utiliza el discurso indirecto. Se trata de una especie de puente que hace que el lector o narratario cruce hacia la historia y forme parte de ella o que la historia salga y forme parte del ámbito cotidiano del lector.  El narrador le habla directamente al narratario y lo involucra en la trama, como si estuviera presente, a ratos utiliza una segunda aparente con un yo detrás y en otros momentos la segunda plena, como lo hace Italo Calvino en Si una noche de invierno un viajero[9]:
Estás a punto de empezar a leer la nueva novela de Ítalo Calvino, Si una noche de invierno un viajero.  Relájate.  Concéntrate.  Aleja de ti cualquier otra idea.  Deja que el mundo que te rodea se esfume en lo indistinto. La puerta es mejor cerrarla; al otro lado siempre está la televisión encendida. Dilo en seguida a los demás: «¡No, no quiero ver la televisión!».  Alza la voz, si no te oyen: «¡Estoy leyendo! ¡No quiero que me molesten!».  Quizá no te han oído, con todo ese estruendo; dilo más fuerte, grita: «¡Estoy empezando a leer la nueva novela de Ítalo Calvino!».  O no lo digas si no quieres; esperemos que te dejen en paz.   […]
Las luces de la estación y las frases que estás leyendo parecen tener la tarea de disolver más que indicar las cosas que afloran de un velo de oscuridad y niebla.  Yo he bajado en esta estación esta noche por primera vez en mi vida y ya me parece haber pasado en ella toda una vida, […] Yo soy el hombre que va y viene entre el bar y la cabina telefónica.  O sea: ese hombre se llama «yo» y no sabes más de él, al igual que esta estación se llama solamente «estación» y al margen de ella no existe sino la señal sin respuesta de un teléfono que suena en una habitación oscura de una ciudad lejana.[10]
Este narrador contaría la Caperucita así:
Cierras el ejemplar de cuentos infantiles. Buscabas en vano la versión más antigua de Caperucita roja y el lobo feroz, pero no está allí; encuentras solamente aquel cuento que te fue relatado en la infancia, no, tú buscas algo más.
Teresa te ha hecho tragar tantos ejemplos del famoso cuento de la niña con caperuza roja que se enfrenta a la terrible bestia, que podrías vomitar pelos de lobo; ella asegura que es un cuento folklórico, que las versiones varían de país en país, y que todas tienen un trasfondo de violación y asesinato.  Ha logrado despertarte la curiosidad o quizá el morbo y quieres saber qué es lo que se oculta tras este cuento que parece tan simple.  Así que te levantas y buscas en tu librero los apuntes donde está citado o vas hasta tu computadora, te metes a internet y pides al servidor de google que te busque Caperucita Roja, salen como 2000  sites y después de abrir tres que no conducen a nada nuevo, te da flojera, así que decides hacerle caso a la maestra y evitarte cansancio innecesario, escribes ahora: Robert_Darnton_Capetucita_roja, das enter y aparecen sólo cuatro páginas, piensas que eso es racional, finalmente das con una dirección donde se cita la obra del historiador de la vida cotidiana francesa, Charles Darnton, en La gran matanza de gatos y otros episodios de la cultura francesa.  Allí encuentras  “Los campesinos cuentan”[11].  “Vaya”, piensas, “no fue tan difícil.”  El artículo se llama, El cuento popular: Oralidad, Texto y Cultura[12], es de Claudia Quintero, pero la autora se tarda en hablar de lo que a ti te interesa, ya estás a punto de regresar al buscador cuando llegas al final de la página, allí está reproducido el capítulo de Darnton, en él se habla  del significado de Mamá Oca.  Encuentras por fin  una versión anterior a Perrault y a los hermanos Grimm. Deseas saltarte la introducción, que por cierto es breve, pero los guiones de los diálogos te jalan la mirada, te olvidas del preámbulo y comienzas a leer:
Había una vez una niñita a la que su madre le dijo que llevara pan y leche a su abuela…
Resulta que se encuentra al lobo y éste le pregunta si va a tomar el camino de las agujas o el de los alfileres [¿?] El lobo, por supuesto, llega antes que ella.
 Mató a la abuela, puso su sangre en una botella y partió su carne en rebanadas sobre un platón.  Después se vistió con el camisón de la abuela y esperó acostado en la cama…
Cuando la niña por fin toca la puerta, el lobo la engaña y la hace comer y beber la carne y la sangre de la abuela; posteriormente, le indica que  vaya desvistiéndose y que eche su ropa al fuego porque nunca más la usará, hasta que queda desnuda.  Entonces se mete a la cama, con el lobo-abuela. “claro, anticipas, ahora viene la violación…”  Apenas en ese momento la niña comienza a sospechar que algo raro está sucediendo y pregunta:
   –Abuela, ¿por qué estás tan peluda?,
    –Para calentarme mejor, hijita. 
“Vaya, pelos, aquí hay una variante más cruda, sangre, carne en rebanadas, la triple X está por llegar…”, piensas.  Por fin la niña llega a los dientes y le hace la pregunta obligada:
–Abuela, ¿por qué tienes esos dientes tan grandes?
Tu morbo te obliga a  seguir lentamente línea tras línea, vas a descubrir la verdadera historia de Caperucita, y que luego no te salgan con que es un cuento para niños…   
–Para comerte mejor, hijita. Y el lobo se la comió.
“Cómo que se la comió”, piensas en tu jerga mexicana, “¿no habrá aquí un error de imprenta? ¿Y ya? ¿Se la comió y se acabó el cuento?”   Sigues leyendo, pero para tu desencanto, ahora Darnton habla de moralejas y de inmediato inicia una diatriba contra los psicoanalistas Bettelheim y Fromm, que pretenden interpretar el inconsciente colectivo descifrando el lenguaje simbólico de los cuentos folklóricos.   A ti no te importa si uno dice que la caperuza es el símbolo de la menstruación, o si el otro dice que los finales felices permiten a los niños enfrentarse a sus deseos y temores inconscientes y salir ilesos.  A decir verdad, lo que tú quieres es encontrarte con la nota roja de la Caperuza, o por lo menos averiguar si hay datos históricos de que alguna  Caperucita fuera violada.  “En fin”, piensas, “tiempo perdido” y cierras el site de Claudia Quintero.  Ves la hora y piensas que todavía te da tiempo de checar tu mail… Como esto lo cuenta un omnisciente, ni siquiera  te has percatado de que ya te metí a mi cuento.  ¿verdad?
 Segunda persona (gráficos) pdf


[1] Véase Alberto Paredes, Op. Cit. p. 72.
[2] Véase Michel Butor, Sobre literatura II, (trad. C. Pujol), Barcelona, Seix Barral, 1967, p.80.
[3] Véase Paredes, Op. Cit., p. 74.
[4] Ibidem, p. 78.
[5] Véase Rosa Montero, La hija del caníbal, Madrid, Espasa, 1998. pp.200-201.
[6] Véase Carlos Fuentes, Aura, México, ERA, 1995, pp. 11-12.
[7] Véase Helena Beristáin, Análisis estructural del relato literarioOp. Cit. p.117.
[8] Véase H. Beristáin, Análisis estructural del relato literarioOp. Cit., p.117
[9] Véase Italo Calvino, Si una noche de invierno un viajero, Madrid, Ediciones Siruela, 1989.
[10] Véase Ítalo Calvino, Si una noche de invierno un viajero… (Trad. Esther Benítez), Madrid, Siruela, 1989, pp.11 y 20.
[11] Véase Charles Darnton, “Los campesinos cuentan”  en La gran matanza de gatos y otros episodios en la historia de la cultura francesa, México, FCE, 1987 y  también en Teresa Dey (Comp.) Antologia, curso-taller de cuento 1, UCM, 2004, pp.89-122.
[12] Véase Claudia Quintero, El cuento popular: Oralidad, texto y cultura en:http://www.cem.itesm.mx/dacs/publicaciones/logos/cmasas/2002/julio3.html-30k-

Cómo escribir un cuento corto

Cómo escribir un cuento corto

1. Céntrate en la acción.

Que no en la anécdota. El cuento no es solo una anécdota, ya que cuenta una historia, pero la narración ha de estar más condensada que en la novela y centrarse en lo que sucede, sin tiempo ni espacio para otras disertaciones. 

En el cuento no hay lugar para largas descripciones o extensas divagaciones morales o psicológicas. Esto no quiere decir que el cuento tenga que ser simple y carecer de estos elementos. Pueden estar, pero en forma de subtexto, escondidas entre líneas o dichas directamente con las palabras justas. ¡Es todo cuestión de espacio!

Hace tiempo leí una frase que se me quedó grabada: una novela de ciencia ficción describe un mundo de ciencia ficción; un cuento de ciencia ficción narra hechos de ciencia ficción. Sin embargo, ambos géneros pueden hacernos reflexionar al leerlos.

2. No quieras abarcarlo todo

A veces pecamos de querer contar historias muy ambiciosas que no tienen cabida en un relato corto. Recuerda que el cuento, por lo general, debe ocurrir en un espacio de tiempo breve, tener pocos personajes principales (2 o 3 como mucho) y una localización principal. Si no logras adaptar tu historia a estas premisas, puede que estés ante una novela corta y no de un cuento corto.

3. Busca una idea y simplifícala

Toda idea puede simplificarse siempre, sólo hay que darle una vuelta. Por ejemplo, queremos contar la historia de un hombre que, tras pasarse muchos años dedicado a su trabajo, logró alcanzar el éxito profesional. Fue un tipo importante, ambicioso y que llegó a lo más alto, pero a costa de arriesgar su vida personal. Con el tiempo, cometió una serie de errores y se arruinó, dándose cuenta de lo que realmente era importante.

¿Se puede contar una historia así en apenas 750 palabras? Sí, pero solo si la simplificamos. Para ello, busquemos el instante con mayor fuerza, el momento de impacto de la historia, así sabremos dónde hay que centrarse. Yo creo que el punto álgido lo encontramos cuando se da cuenta de que se equivocó, por ello creo que deberíamos contar la historia cuando ya lo ha perdido todo.

Por ejemplo, Fulanito es un mendigo que cada mañana pide en una esquina del centro de la ciudad, en una zona de oficinas cerca de donde él trabajaba tiempo atrás. Los mismos ejecutivos entre los que él se incluía antes, son ahora los que le ignoran y pasan por su esquina sin mirarle.

Recuerda, cuando tengas tu idea, simplifícala: busca el impacto, el instante.

4. No lo cuentes, muéstralo

Este debe de ser el consejo en el que más se insiste en cualquier libro o artículo sobre escritura, ¿verdad? Pero es que resulta fundamental y muchas veces se nos olvida, sobre todo a la hora de escribir cuentos.

Un cuento no es un resumen de una historia, sino una historia en sí. Tomando el mismo ejemplo del punto anterior, podríamos decir que Fulanito es un mendigo que cada mañana pide en una esquina cerca de donde antes trabajaba. Entonces tenía mucho éxito, aunque se acababa de divorciar y no tenía mucho tiempo para sus hijos porque solo le importaba su trabajo bla, bla, bla… ¿Qué es esto? ¿Es una historia o el resumen de una historia? En realidad es lo segundo.

Para narrar la historia tenemos que centrarnos en el instante, en la acción: Fulanito cuenta las monedas de su caja y se da cuenta de que no ha sido una buena mañana. Apenas si le alcanzará para tomarse algo caliente… Mostremos lo que ocurre, demos imágenes, enseñemos la historia a través de la acción.

5. Mantén la estructura

Aún siendo un relato muy corto, todo cuento ha de tener una introducción, un nudo y un desenlace. Por ejemplo: “el mendigo contando las monedas en su esquina y los ejecutivos pasando ante él envueltos en su abrigo” sería la introducción. Es lo que nos sitúa en la historia, en el qué, quién, dónde y cuándo.

El nudo podría ser “el mendigo está preocupado porque necesita tomarse algo caliente pero no le llega el dinero. Sigue pidiendo pero los ejecutivos lo ignoran.” El desenlace sería el final que le demos. Por ejemplo: “alguien se apiada de él y le da el dinero para que se tome el café”.

6. No lo des todo, sugiérelo

En el cuento es tan importante lo que se dice como lo que se calla. Como decíamos antes, no hay lugar para disertaciones, así que olvídate de explicar que el mendigo se siente mal por su situación o que se arrepiente de haber perdido a su familia. Eso ha de quedar implícito en la acción. Deja que el lector lo deduzca.

Por ejemplo, en lugar de explicar que el mendigo tenía familia y la perdió junto con su trabajo, podemos hacer que entre los ejecutivos que cruzan ante él, el mendigo reconoce a su hijo e intenta decirle algo. Sin embargo, el hijo se vuelve hacia él con cara de fastidio y, sin reconocer a su padre, le da una moneda, solucionando el problema de tomar algo caliente esa mañana. Pero, obviamente, al mendigo ya no le importa el café.

6. Cada frase cuenta

Del principio al final, cada frase del cuento tiene que estar ahí con una función. Si tienes poco espacio, pocas palabras, aprovéchalas bien. Esto no es necesario hacerlo en la primera escritura, pero sí en la revisión. Desmenúzalo, analiza cada frase, cada elemento, y piensa qué función cumple en la historia. ¿Es imprescindible? Si la esencia del texto se comprende sin esa frase, elimínala.

7. Mantén el suspense

No des toda la información al inicio. Dosifícala y lleva al lector hasta la última palabra. Si contamos de partida que el mendigo era antes un ejecutivo y que acaba de encontrarse con su hijo, luego nos quedamos sin dinamita.

Siempre que puedas, intenta que al final del texto haya un giro, un golpe de efecto, una sorpresa. Que esté justificada, claro, pero que dé un nuevo sentido al texto.

Es mejor empezar por el mendigo con frío que ha de conseguir dinero para algo caliente. Así creamos un buen punto de partida. Luego podemos contar ya que él antes era uno de esos ejecutivos que ahora le ignoran, porque esto nos produce más curiosidad sobre el personaje. De pronto, reconoce a alguien entre la multitud y llama su atención (más intriga). Esta persona no le reconoce, pero le da dinero, aunque al mendigo ya no le importa el dinero, porque el ejecutivo era su hijo (dejamos el golpe de efecto para el final).

8. Impacto posterior

Una de las cosas más difíciles pero también de las más importantes es lograr que el cuento deje huella en lector. Una vez haya terminado, el texto ha de dejar un eco en su interior, una reflexión, un sentimiento.

Para ello, la última frase es fundamental. Si logramos que contenga un giro o una imagen impactante que arroje luz sobre el resto de la narración, estaremos en el buen camino.

Volviendo al caso del ejemplo, lo ideal es llegar al final sin saber quién es el ejecutivo al que el mendigo ha reconocido y que acaba de darle el dinero. En esa última frase (que además debería ser corta, sencilla y directa para causar mayor impacto) revelaremos que se trata de su hijo (un buen giro final) y dejaremos entrever que el mendigo ya no está preocupado por el dinero (ni lo mira), sino que observa cómo su hijo se aleja sin poder hacer nada para evitar que cometa los mismos errores que él cometió en el pasado.

9. Ambienta con poco

No tienes espacio para descripciones largas ni disertaciones, pero el cuento también ha de tener ambientación para envolver al lector. Para ambientar en un texto muy corto, usa el tono, el narrador, el lenguaje y selecciona las palabras adecuadas. No es lo mismo decir “ciénaga” que decir “pantano”; tampoco es igual “bruma” que “niebla”. Cada palabra te ayuda a construir la atmósfera. Elígelas con cuidado.

Por ejemplo, para la historia del mendigo, nos encontramos en una ciudad, una mañana de invierno en la que hace mucho frío, pero no es necesario decir todo esto. Podemos ver el frío en el vaho que sale de la boca del personaje o haciendo que se frote las manos envueltas en guantes antes de contar el dinero. Incluso, mejor aún, podemos verlo todo a través de los ejecutivos que entran en sus oficinas envueltos en gruesos abrigos mientras ignoran al mendigo. En esta imagen sabemos que es una ciudad, que es por la mañana, es invierno y hace frío.

10. La importancia del título

Tenemos muy poco espacio para desarrollar nuestra historia y ya hemos dejado claro que cada palabra cuenta, ¿verdad? Pues tengamos algo de picardía y aprovechémoslas bien todas. El título es un espacio extra que puede resultar muy útil. Lo ideal: que sugiera, intrigue y arroje una nueva luz sobre el texto una vez se haya terminado su lectura.

¿Se os ocurre algún título para el relato del mendigo que cumpla estas características?

11. Una regla extra para escritores de cuento

Por último, aunque ya nos salgamos de las 10 reglas del decálogo, nos queda un consejo fundamental para cualquier escritor que quiera dedicarse a escribir cuentos, aunque no tenga que ver con la escritura en sí: tenemos que leer cuentos. Si queremos entender cómo funcionan y cómo se escriben, es fundamental que los conozcamos. Hay que leer a Chéjov, a Horacio Quiroga, a Cortázar, a García Márquez, a Poe, a Borges, a Saki, a Ray Bradbury, a Bioy Casares, a Benedetti, a Monterroso… Tantos cuentos como se pueda.